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domingo, 17 de enero de 2021

Narrativa 2021

«La Profesora Luisa Forjó Todo Lo Que Somos»

Por Gilberto García Mercado 


Los viernes la escuela de párvulos reflejaba una singular actividad. El día se iniciaba con un sol resplandeciente alzándose sobre los cerros aledaños para finalmente regocijarse en los ventanales de la vieja escuela. Una a una las madres de los pequeños atravesaban los sembrados de maíz y caña de azúcar hasta hallarse en aquel recinto en ruinas. Por fin era viernes y los críos venían enfundados en ropa ligera, sin el uniforme de ordinario los pequeños ofrecían un semblante distinto a los de otros días. En el umbral y ayudado por el conserje, con una devoción de soltero que ha aceptado el celibato, la profesora Luisa iba recibiendo a los chicos entre las recomendaciones de sus madres para que ese viernes fuera un día especial, de mucha diversión y fraternidad en el campo.

La primera impresión que se tenía de la profesora Luisa al conocerla era algo confusa y que rayaba en el miedo. Era alta, flaca, un poco encorvada y no tenía la delicadeza ni el tacto propios en las mujeres a la hora de vestir. Más bien parecía andar por la vida sin un norte específico, hablaba poco, no se juntaba con los otros profesores y alrededor de su existencia nadie parecía saber nada, más allá de que se llamaba Luisa, Luisa Mattos.

Fueron cinco años en los que la mujer solitaria y austera estuvo en nuestras vidas para forjar todo lo que somos. Ella, cuando las nostalgias de un pasado glorioso me obligan a revivir escenas infantiles, se asoma imperturbable en el laberinto de mi existencia tan solo para recordarme que su presencia fue necesaria en los chicos de nuestra generación. 

Así que, el viernes era el día más esperado por los pequeños. Cuando ya habíamos superado la atmósfera triste y gris que rodeaba a la maestra, especie de caparazón con que la dama se cubría para protegerse de algún amor fallido, los viernes eran como una evasión en donde los párvulos nos deleitábamos jugando las invenciones de la profesora Luisa. Había chicos que se enfurruñaban solamente para que la joven maestra estuviera pendiente de ellos todo el tiempo. 

Éramos trece o quince pequeños marchando bajo el liderazgo de Luisa Mattos hacia aquella porción de tierra en donde la naturaleza estaba presente con riachuelos y enormes árboles centenarios por doquier. Cada viernes la profesora había hecho de su programa de estudios su asignatura modelo. Era inmensamente feliz viendo corretear a los chicos con aquella inocencia en los rostros sin laberintos ni problema alguno que agobiara nuestras pequeñas almas de Dios. De entre aquellos infantes Raúl Valenzuela recibía un trato especial de la flaca y austera profesora. Por ser hijo de un matrimonio pudiente estaba acostumbrado a los mimos y privilegios de los que él gozaba en su casa, así que cuando se sentía lejos de la atención silenciosa e inconmovible de la mujer, el chico entraba en uno de sus acostumbrados berrinches.

—¿Qué te ocurre, Raúl? —acudía ansiosa la dama.

Desde entonces la silueta de la mujer se prendió en mi memoria. A fuerza de volver por aquellos caminos en los que se formaron mis principios y lo que he llegado a ser como persona, he descubierto con grande satisfacción, lo importante que es que una profesora como Luisa Mattos se le atraviese a uno en la vida 

Porque quizás era la mujer más sensible que pudiera existir sobre la tierra. Y lo observábamos todos los viernes en que se soltaba el cabello, saltaba y corría con cada uno de nosotros, se reía hasta llorar y a cada quien llamaba por su nombre. Acabada la visita a los campos, en donde nos hartábamos de mangos maduros y guayabas, la hasta entonces profesora alegre y feliz volvía a ser la silenciosa e imperturbable profesora Luisa.
Ella ocupa un lugar de privilegio en mis recuerdos. Hay algo de mi viajando en los recovecos del tiempo con el propósito de ubicarla en alguna parte, me la imagino con el cabello blanquísimo de los años sonriendo y espantando a toda una prole de sus rodillas, los numerosos nietos que no se cansan de decirle, «abuela amada, abuela querida…»

A Luisa Mattos no la olvido jamás. Aún la recuerdo el último año en que nos educó con su forma de decir las cosas, siempre ausente de los demás, sin que se percibiera en ella algún gesto de satisfacción o irritabilidad. Como la del viernes aquel caluroso de agosto en el que la dama como siempre guiaba a sus muchachos con el séquito de ángeles que la acompañaba, y que ante el tren que se acercaba vertiginoso, al enredársele una de sus botas en plena vía férrea, la mujer como pudo y ante la imposibilidad de liberarse de la obstrucción, lo que hizo fue que aflojó los cordones deslizando el pie fuera del zapato. Justo antes de que pasara la enorme locomotora con su bramido y resoplido de ultratumba. 

Gilberto García M
—¿Están todos bien? —preguntó Luisa Mattos.            

Ese cuadro vive repitiéndoseme en la memoria desde hace más de cuarenta años. A veces siento unas ganas enormes de volver a ser niño para no apartarme un solo instante de la compañía y los abrazos de la maestra Luisa Mattos. Quisiera saber si es feliz o al menos tiene nietos como el personaje de mis sueños. 

 

Imagen de Alexandra Haynak en Pixabay  Imagen de Alexandr Ivanov en Pixabay 

 

 

 

 

 

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