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domingo, 5 de julio de 2020

La Universidad de la Vida


LECCIONES DEL CORONAVIRUS


 Por Gilberto García Mercado

Algo que jamás pensó Abelardo Vargas fue que con el tiempo al ser humano lo cobijaran medidas que restringieran su salida de casa. Podía aceptar que regularan la circulación de buses y coches, pero que le impusieran un comparendo a quien no le tocaba salir de su residencia porque el último dígito de la cédula no era el que le correspondía ese día, era inaudito. 
No obstante, desde que se han impuesto medidas por el calentamiento global, por la contaminación en mares y ríos, por la excesiva deforestación en territorios contemplados como pulmones del mundo, todo puede suceder en este planeta del Sagrado Corazón de Jesús. 
En Boston, un barrio de la periferia de Cartagena, la primera vez que vimos a un funcionario de la Alcaldía, enfundado en una vestimenta extraña y, utilizando un tapabocas, pensamos que el pobre tipo debía de tener una «teja corrida». 
Los niños lo miraron como un espécimen de otro planeta. Venía a dar una información a la comunidad y, todos vimos con marcado desasosiego que, como regla número uno para escuchar la charla, teníamos que aceptar los tapabocas del gobierno y, que cada ciudadano estuviera distanciado uno del otro, dos o tres metros aproximadamente. 
El señor Rigoberto, un adulto mayor de 60 años, soltero, y quien fundamenta su estilo de vida en los cuatro apartamentos que arrienda con usura a los más necesitados, hasta el punto que él no necesita de Dios ni del Gobierno, eso manifiesta el pobre tipo, fue el que primero se fue lanza en ristre contra las medidas anunciadas por aquel funcionario, espécimen raro, quien en aquella tarde soleada de abril nos trajo la noticia de que en Colombia, el covid 19 era una realidad, contra la cual había que desplegar algunas acciones y decisiones, «porque lo que está en juego, es la vida misma», anotó el funcionario. 
Entre quienes escuchaban con devoción el señor Rigoberto se resistía a no intervenir en la conversación, porque como toda reunión pública, al final el burócrata exigirá un coima o contribución para afiliarle a un Programa del Gobierno. 
« ¿Dónde estará la trampa?», se dijo el señor Rigoberto con ironía. 
La reunión al fin se terminó, los ciudadanos recibieron el tapabocas y algunas normas para contrarrestar un virus que en Europa comenzaba a dejar miles de muertos. Los primeros días de decretada la cuarentena, el señor Rigoberto fue el más indiferente de los hombres frente a la medida. Constantemente condenaba a sus vecinos de alarmistas y propagadores del miedo, «porque en esta tierra caliente, el covid 19 no puede incubarse debido a las altas temperaturas de la región caribe», manifestaba el viejo. 
Con los días, los residentes de Boston se abandonaron sin resistencia alguna al uso de los tapabocas. Ver sin ningún antecedente cercano, al barrio participando en una gran ceremonia en que el enemigo de toda la comunidad era el maldito virus, era algo distinto a lo que en nuestra vida cotidiana contemplabamos. El señor Rigoberto por su testarudez y mal genio poco a poco se fue convirtiendo en una persona amargada. Él mismo con su comportamiento se fue excluyendo de las reuniones sociales, en las que confluían los habitantes del barrio en busca de amainar la tensión originada por el coronavirus. 
Una de sus banderas empleadas para hacerle entender a sus opositores que el virus era una creación de las élites de las naciones, con un propósito económico y, ya sabrán ustedes qué otros oscuros intereses, era no acogerse a las leyes promulgadas por el gobierno del uso obligatorio del tapabocas. 
—No hay necesidad de andar todo el tiempo como un extraño—manifestaba el señor Aguirre—Con el rostro cubierto, después de tantos años de andar en grupos por estas calles de Dios. 
Por su gran terquedad por no obedecer las normas sanitarias y, en vista que en el barrio dos ancianos habían fallecido por no aterrizar en las normas para prevenir la enfermedad, el señor Rigoberto poco a poco se fue convirtiendo en un enemigo público, hasta el punto que la gente al verlo sin el tapabocas, lo increpaban y, muchas veces se salvó de ser linchado por la turba enfurecida, gracias a las patrullas de la policía que vigilaban el sector. 
—Viejo, use el tapabocas—le reconvino el oficial—No arriesgue la vida suya ni la de los demás. Si se quiere matar, entonces arrójese desde lo alto del Cerro de la Popa. 
Han pasado dos meses y en Boston no volvimos a ver la figura flaca y encorvada del señor Rigoberto. Las malas lenguas decían que la suerte del viejo había sido decidida por el coronavirus. Alguien propuso al Presidente de la Junta de Acción Comunal averiguar por la procedencia del díscolo anciano. Se eligió una comisión de jóvenes para que fueran por respuestas a la casa del señor Aguirre. Así que haciendo todas las bromas posibles en torno a la salud mental de nuestro quisquilloso personaje, cinco chicos lograron evadir las seis puertas «blindadas» que resguardaban la integridad del viejo Aguirre antes de llegar a él. Lo hallaron envuelto en un traje espacial diseñado por él mismo. Al abordarlo un chico preguntándole por su atavío, el hombre exclamó: 
—Es para ocultarme del coronavirus. Quiero pasar inadvertido cuando venga por aquí. 
Gilberto Garcia Mercado
Pasaron los días y el señor Aguirre se ha convertido en una leyenda en menos de cuatro meses. Algunos dicen que se ha vuelto un ermitaño y, que está construyendo su doctrina de la fe desde una perspectiva diferente, basada en las enseñanzas y lecciones que la Pandemia ha significado para toda la humanidad. Cuando las cifras de muertos en el país y Cartagena han descendido y, en el mundo se anuncian diferentes vacunas en experimentación para erradicar el coronavirus, me encontré al viejo Aguirre enfundado en su disfraz espacial, y con la solemnidad de los santos, bastante meticuloso, se negó a aceptar un apretón de manos al tiempo que decía: 
—Muchacho, agradezco a la Pandemia por este cambio. En las cuarentenas he descubierto mi gusto por la Literatura. Qué maravilla poder sentarme por las mañanas y las tardes a escribir cuentos y novelas. 
Desde entonces en la casa del viejo los focos de su despacho permanecen encendidos hasta altas horas de la noche. Dicen que en dos o tres años, el señor Aguirre publicará dos o tres novelas, fruto de esta pandemia, y que también en dos o tres años, el coronavirus simplemente será pura historia. Que lo único que lo recuerde serán los libros de un señor flaco y encorvado.
       Imagen de Pexels en Pixabay                                                         

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