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viernes, 3 de mayo de 2019

La Desgracia En Un Hombre

ALMAS VENCIDAS
 Por Gilberto García Mercado

En la banca contigua al salón en donde el viejo enseñaba, fingió que leía a Los Miserables. Creyó el viejo profesor que era una obra de Víctor Hugo, por ese sexto sentido que de tanto leer auguran en el interlocutor lo que el otro está leyendo, con sólo mirar el grosor del libro en las manos y, su satisfecha fisonomía de lector. 
El edificio por ser sábado por la mañana ofrecía una atmósfera triste. Las luces en algunos segmentos del pasillo estaban semi apagadas y, cualquier diligencia se convertía en un suplicio para la visita. El señor Ezequiel  se ajustó los espejuelos y, con el rabillo del ojo, cuidándose de que el chico no lo advirtiera, lo observó detenidamente. Sus modales eran los de un monarca europeo a punto de heredar el trono. Sostenía en su mano derecha un manuscrito algo maltratado y borroso. El señor Ezequiel asoció el legajo con lo que el joven debería leer si quería ingresar al Círculo de Escritores. 
«Son los preámbulos de su sueño», pensó. 
El pasillo lucía desierto, de vez en cuando sonaba el radio del conserje, quien no sintonizaba una emisora en particular, sino que iba de una estación a otra por simple diversión. 
«Las diez y quince y la ciudad continúa somnolienta», dijo el locutor. 
El joven no pudo sostener la farsa, el anciano posó la mirada sobre él y, fue entonces cuando Claudio aterrizó en el firmamento de aquellos ojos cansados pero con una mansedumbre especial. 
— ¿Todos los sábados son así?—preguntó. 
No respondió en el acto, pero como se detuviera en el libro que el muchacho fingía leer y, en el legajo de páginas borrosas, inquirió: 
— ¿Es la primera vez que vienes? 
El chico asintió con una ligera inclinación de rostro. El portero había olvidado el radio en alguna parte. Por su sonido estridente el pobre tipo se afanaba en encontrarlo. Una que otra alma regresaba sobre sus pasos, por no encontrar en la oficina a la persona requerida. Resultado de ello,  eran las palabras de disgusto proferidas contra el conserje. Lamentó que sus afanes de cambiar el mundo, no hubieran conseguido algo distinto, a ser un anciano apoyándose en el bastón. (Con una gloria denegada y, el cuidado de no cruzar los pies, por el orificio en los zapatos...) 
Y hubiera seguido recordando los caminos sinuosos, si no escucha la voz diáfana de Claudio: 
—Sí, es mi primera vez—dijo. 
El señor Ezequiel no pudo evitar recordar su infancia. Los sacrificios apenas y se notaban bajando las escaleras del apartamento, hacia la biblioteca de la cuadra. Se esforzaba en la consecución de libros para leerlos hasta altas horas de la madrugada. Arrancándolo del ensueño los primeros rayos del sol sobre la calle. (Y el joven Ezequiel despreciando a la noche, fraguando argumentos y personajes de su propia novela…) Y es que había tantas esperanzas por descubrir, el disfraz de las memorables historias, alegres unas y dolorosas otras. Que por consiguiente ahora lo ponían entre la espada y la pared. Cómo decirle entonces al chico lo que hay en el trasfondo de las palabras. Cómo descorrer el velo encubriendo una realidad dura. Que por lo febril de los primeros años, no minará la fortaleza tras la cual se parapeta la juventud. 
— ¿Y has escrito algo?—preguntó el anciano. 
Como si fuera un ritual, Claudio apartó a Víctor Hugo de las piernas. Luego se levantó de la banca, y con los ojos puestos en el manuscrito, agregó: 
—Creo que he dado con una buena obra. 
El señor Ezequiel aguzó el oído, en alguna parte sonaba el radio extraviado del conserje. Un olor a detergente se apoderó de la atmósfera. Una voz grave de mujer, se escuchó desde el salón en donde el viejo enseñaba, y cortó de tajo el singular momento. 
«Don Ezequiel, su salón estará listo en un momento», dijo la criada. 
Individuos excéntricos, esmirriados, se fueron sumando al grupo de escritores, una dama de ojos saltones vestía sin ninguna compasión por su indumentaria: ¿acaso la literatura la cegaba desconociendo lo ridícula que aparecía vestida como aldeana de a finales del siglo XVIII? La criada retocó el salón, descorrió la enorme cortina y colgó el aviso: «Bienvenidos a La Fiesta de las Palabras». Y sin dignarse mirar atrás desapareció por el corredor. Ráfagas de brisas entraban en el edificio. Quienes llegaban pontificaban sobre sus legajos como dioses. Claudio dijo que acataba las órdenes del anciano. El ruido del ventilador sobre las cabezas incomodaba. Se fue haciendo menos perceptible, en la medida en que el salón recibía las voces de quienes leían y, el señor Ezequiel aprobaba o desaprobaba un manuscrito. 
—Tienes talento—opinó el anciano. 
No obstante, algunos sintieron lástima por el joven. Sabían de las bienaventuranzas otorgadas sólo cuando el fabulador muere. O cuando alguien, por alguna extraña circunstancia, descubre un manojo de páginas olvidado en una gaveta. Y el manojo de papeles cuenta con suerte, lo publican y, se convierte en un  bestsellers. 
Ahora lo ve regresar al redil con otro legajo de sueños. En él va ganando la disposición por la Literatura, largas noches quemando pestañas, con la madre, allá en la alcoba, susurrando: «Claudio, ¿cuándo te vas a acostar?». 
Será el primero en la clase, se destaca la puntualidad con que llega, no finge leer a Chejov porque hace rato lo leyó, se observa en sus piernas a Balzac. No dirá nada sobre la novela que finge leer, se limitará a su indiferencia y olvido. Lo reconforta, en cambio, la exposición que hará de sus textos. Pero, ¿por qué no hizo algo para que el muchacho se olvidara de escribir? Le hubiera gustado opinar: «Haz otra cosa, amigo. Te equivocaste de oficio…». En cambio, cuando el joven se plantó firme, desafiando a la legión de hombres solitarios, nadie pudo pensar cosa diferente, a «me encuentro ante un alma a quien los arcángeles de la literatura no se cansan de venerar a toda hora». 
«Deberías estar con una chica de tu edad», le dijo el viejo con aire de enfado. 
—Indiscutible la conquista de La Tertulia De los Sábados...—expresó el joven cuando llevaba siete meses sin faltar a un sólo encuentro del clan.        
Era septiembre y las calles reverberaban los rayos de un sol tenue. La noche anterior había llovido y, el señor Ezequiel no esperó encontrar como todos los sábados al muchacho, distendido en la banca, fingiendo leer a Fedor Dostoievski. Llevaba, en cambio, una hora con la novela abierta sobre las piernas y, a un lado en la banca, su acostumbrado manojo de páginas rugosas. 
— Su Sesión es la mejor. —dijo el discípulo. —Lo dice el diario local… 
El viejo guardó silencio, una aureola azul le envolvía. 
—Es que usted es excepcional—reiteró el chico posando los ojos en el anciano y  en la mujer que fregaba el piso. 
No le atormentaron las discrepancias del portero, entretenido en ir de una emisora a otra en el transistor. Ni la jactancia de alguien empecinado en haber escrito una gran novela. El olor a detergente tampoco fue impedimento para que el viejo profesor, pasara las páginas... 
Por el balcón del segundo piso vio llegar el taxi al asilo de ancianos. Un hombre descendió del vehículo y requirió en la portería por el viejo profesor. (Bajo el brazo llevaba, «Mientras Agonizo», de Williams Faulkner). 
El vigilante, solicito, se apresuró a informar al viajero. 
—Espere, mientras lo anuncio—dijo. 
Cuando don Ezequiel apareció en el umbral de la escalera, ya casi era de noche. 
— ¿Y has escrito algo?—interrogó el anfitrión luego de un efusivo saludo—Siempre fuiste un alumno recursivo… 
Gilberto García M, Editor La Calvaria
—Demasiado—manifestó el otro.—Aunque las editoriales aún no se arriesgan con lo mío… 
—Te lo quise decir tantas veces. —comentó don Ezequiel ahora con los ojos llorosos. —Esto es duro, hijo… 
—Lo sé—agregó el viajero con un brillo singular en sus ojos azules—. Pero he venido para quedarme. ¿No vas a preguntarme a quién estoy leyendo? 
—De sobra lo sé—aseguró el viejo maestro. 
Cuando Claudio avanzó apoyándose en el bastón, entendió cuán grande era la desgracia en el hombre que continuaba siendo su discípulo.

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