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viernes, 4 de enero de 2019

La Fábula de Mildonio



LA LETRA CON BONDAD ENTRA

Por Juan Vicente Gutiérrez Magallanes

Mildonio, vivía en el centro de aquel trajinado Chambacú, donde el tiempo era más extenso que el mar que mirábamos desde la Punta de la Tenaza, pero  a él no le alcanzaba el día y parte de la noche para jugar con quienes le regalaban horas de ocio, porque le regalaban momentos muy cortos, lo que le impedía jugar a la Libertad, pues esta actividad recreativa requería mucho tiempo, inclusive, podía durar seis o siete horas. 
Mildonio nunca tuvo las horas necesarias para terminar este solaz pasatiempo, los mandados y los oficios de la casa lo mantenían ocupado. Lo veíamos caminar por las calles enlodadas con la alegría en su cara, por la canción que llevaba a flor de lengua, tenía un temperamento de hombre que había vencido las más grandes adversidades, cuando solo contaba con ocho años. Pero, para vivir la vida le había rendido lo suficiente, para darle espacio a la sonrisa de su cara y a las palabras de aliento que él se daba cuando era maltratado por una de sus tías. Aquellas, eran dos señoras, buenas en parte y acosadoras en el momento de portarse como maestras, en especial una más que otra. 
Mildonio, no había podido aprender a leer, muy a pesar de que  ellas, usaban el libro Alegría de Leer, ese que con solo ojear sus páginas, las buenas maestras lograban enseñar con la facilidad de los grandes maestros y fabulistas de los tiempos de la clásica Atenas. Pero Mildonio, no contaba con aquella buena suerte de los antiguos alumnos, con maestras como la difunta Gabriela Mistral ni la “Seño” Carmen, esta última vecina de sus tías. A él no lo llevaron a la escuela de la “Seño”, porque el tiempo de la escuela era muy extenso para los quehaceres de Mildonio. Esa era una de las razones por las que tenía que soportar la dureza del magisterio de sus bondadosas tías. 
La hora de la lección, se convertía en el martirio, de la ida al calvario, entre pequeños golpes y palabras amargas terminaba la lección, con duros recuerdos que le taladraban para el olvido lo que hubiese podido aprender. 
Algo que Mildonio no entendía, quizás por su corta edad. ¿Cómo era que aquellas tías, buenas para bailar un bolero y sacar muchos pases en el danzar una guaracha, no tuvieran paciencia para enseñarle a leer?  Muy a pesar de su corta edad, hacía muchas elucubraciones que terminaban con la tristeza asomada en su rostro  añorando el poco tiempo que estuvo en la población de Loro, donde los ayudantes de los botes que hacían el recorrido por la isla ganaban lo suficiente para sostenerse. En aquella isla podía contarle a la luna sus aspiraciones sin el temor de las tías, cada vez que le mostraban el libro de pasta enmohecida, ese  que para muchas personas mayores  les traía muchos recuerdos agradables y repetían con efusión sus lecciones. 
El señor Diego, carpintero de buena madera, por lo que lo catalogaban como Ebanista, era tío de Mildonio, pero éste nunca logró comprender por qué sus hermanas trataban con dureza a Mildonio, a la hora de las lecciones, él no entendía aquello, porque había aprendido a leer con aquel libro que ahora en este tiempo usaban para Mildonio, recordaba muchas de aquellas lecciones : “El Enano Bebe”, “Paco le toca la Cola a la vaca”, “Elena Tapa la Tina”. Iba hilvanando en su memoria las lecciones y los recuerdos de su maestra, cuando lo acercaba a su lado para enseñarle el deletreo de las lecciones. 
Diego, argumentaba que aprendió la paciencia de su maestra, para ahora, ponerla en práctica cuando le tocaba aserrar grandes troncos de madera que traía de los montes de la población de Rocha, o cuando pulía la madera y la barnizaba para más tarde tallarla con dibujos de flores que aromatizaban las camas de matrimonio que salían de su taller de carpintería. 
Mildonio, en el breve tiempo que le quedaba miraba el brillo de los muebles y la forma cómo el carpintero acariciaba la textura de la madera antes de aserrarla. 
Mildonio era muy conocido en todo el sector de la Loma de Vidrio de Chambacú, entre sus múltiples actividades se le mandaba a distribuir los bollos que hacían sus tías, tenían fama de ser muy buenos y eran los acompañantes permanentes del desayuno de las familias del barrio. 
Conocían cuando llegaba Mildonio, era muy frecuente una canción salida de sus labios,  esta característica, parecía ser un don especial de su  madre, quien tenía buena voz para cantar los boleros de Daniel Santos y los de Agustín Lara, ella dejó de cantar por una afección en la garganta, debido a un resfriado mal cuidado, que había cogido, cuando después de planchar noventa camisas de cuello duro en la casa de las Fuentes del barrio de Sandiego, tuvo que salir en la noche, para llegar a su casa en Chambacú, cuando fue sorprendida por un leve sereno, lo que le afectó los bronquios y desde esa vez dejó de cantar. 
Los vecinos retenían a Mildonio, para que les cantara un fragmento de una de las canciones que le había enseñado su madre antes de morir. Entonces salía corriendo para llegar a donde sus tías y no notaran la tardanza. 
Un día primero de mayo, Mildonio se demoró un poco mirando la manifestación de los obreros que pasaba frente al Puente de Chambacú, admirado por las canciones que entonaban, aquello lo hacía olvidar la cita que tenía con una de sus tías, para dar la lección del día, al llegar a la casa buscó el libro “Alegría de Leer” y abrió la página, donde aparecía un hombre esquilando una oveja. La tía dijo: “Mildonio, lee lo que dice” . Pero él no pudo leer la frase: “Olano Une la Lona”. Mildonio no lograba entender aquello, nunca en su vida había oído  ni visto aquellas palabras: Olano y Une. Pasó toda la mañana y Mildonio no pudo aprender aquellos galimatías. A la una de la tarde, Mildonio  resolvió huir, irse para Loro, ya  era suficiente el dolor que le producían las lecciones de aquel libro en las manos de sus tías. 
          
Juan V Gutiérrez Magallanes         
Llegó al mercado de Getsemaní, a la playa del Arsenal y se acercó a los botes que salían para Loro, habló con un pariente de su difunta madre y le solicitó un cupo en la canoa, el dueño le dio el permiso para viajar, desde el momento en que subió al bote, se le olvidaron los pesares y miró cómo las aguas de la bahía le sonreían y lo invitaban a cantar una canción de José Barros, se extasiaba contemplando el vuelo de los alcatraces y el salto de los jureles. Ahora quedaba libre de las lecciones amargadas por la forma de enseñar de sus tías, porque aquel libro, tenía la bondad de las buenas maestras. 
Mildonio, allí en Loro labró su vida como un buen trabajador, se unió a la mujer que había conocido cuando niño, en las vacaciones en que viajaba con su madre. Mildonio aprendió a leer, después de casado con Matilde, tuvieron cuatro hijos que se hicieron profesionales, sin el método de “La Letra con Sangre entra”, sino que aprendieron con la dulzura de la  maestra Eufrasia y la bondad del maestro Valeriano. Mildonio ha olvidado las duras lecciones y recuerda con alegría los consejos del viejo Núñez y las grandes atarrayas que tejía el viejo Magalla. 
Cartagena de Indias, enero 4 de 2019
  

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