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martes, 6 de noviembre de 2018

Memorias de Chambacú


 UN HOGAR PREPARADO PARA GAMBI

Por Juan Vicente Gutiérrez Magallanes


Lo llevó un domingo a las dos de la tarde, era muy pequeño, lo había atrapado con su atarraya grande como la luna, lo puso a nadar en las mismas aguas de la ciénaga de Chambacú, contenidas en una lata pequeña. 
Le llamaba  Gambicito, porque a los Sábalos pequeños les llaman  Gambí, cada dos días le cambiaba el agua, después le echaba granos de arroz cocido y pequeñas porciones de carne molida, porque estos peces son omnívoros, comen de todo. 
Pasado determinado tiempo lo llevó a una  poza grandísima que tenía cien metros de largo por cincuenta de ancho, esta especie de piscina, en tiempos anteriores había sido el lugar donde teñían grandes tejidos de algodón, para la fabricación de telas en la ciudad. 
El abuelo vivía allí, cuidando las máquinas destruidas, que habían quedado después del incendio de la fábrica de los Espriella. 
Era una estancia grande que tenía el frente principal, mirando hacia el Campo de la Matuna, donde el abuelo podía extender sus cordeles y atarrayas, desde lo alto de aquella edificación podía vigilar sus dos botes que mantenía en la orilla de la ciénaga en el sector de Puerto Duro. 
El abuelo era aficionado a muchas manifestaciones deportivas y lúdicas, conocía al buen beisbolista, en la forma de pararse en el campo de beisbol y en la manera de ponerse la manilla, lo mismo hacía con el boxeador, al mirarlo en el centro del ring, cuando tiraba su primer golpe, y de igual forma cuando iba a las corridas de toros en la Plaza de la Serrezuela del barrio de Sandiego, bastaba mirar el torero al hacer el paseíllo para deducir lo bueno que podría ser la corrida. 
El abuelo no dejaba de vigilar a Gambí en el estanque, lo medía a simple vista, y calculaba los centímetros que había aumentado para ver si podía considerarlo un «Sábalo Mayero». 
Uno de los nietos del abuelo, desde las primeras horas de la mañana se sentaba en el borde del estanque para contemplar el pez, ciertos movimientos que hacía con su cola, todo aquello, el niño lo tomaba como una muestra  amigable y juguetona de Gambí,  hasta que un día el abuelo  dijo a su nieto, «te voy a ayudar para que aprendas a nadar», y entonces se metió a las aguas con Ignacio, que así se llamaba su nieto, y lo ayudó a tratar de mantenerse a flote para que braceara, el pez se hizo a uno de los ángulos del estanque y contemplaba con ojos vivarachos el chapoleo del niño, esto lo hizo por dos días, al tercero, ya Ignacio nadaba solo y era capaz de acompañar el recorrido que hacía Gambí a lo largo de la poza. 
Se había establecido una amistad entre Ignacio y el pez, éste todas las mañanas lo esperaba en un mismo lugar, acordado por ambos, nadaban y hacían competencias de natación, en las cuales participaba el abuelo con su animación y regalo de pequeñas porciones de repollo picado con carne molida para el pez y una galleta para Ignacio, desde la orilla. 
Con el paso de los meses, el pequeño Gambí se fue convirtiendo en un hermoso sábalo que nadaba acompañado de Ignacio con la supervisión del abuelo y los cantos de las mariamulatas que llegaban para tomar las migajas de comidas que quedaban en el estanque, algunas veces el niño lograba montarse en el lomo del Sábalo y dejaba que éste lo llevara por todo el espacio de aquella «piscina improvisada», las risas del niño se confundían con los golpes de las aletas del pez y sus movimientos de cabeza, con lo cual muchas veces, lograba pedir un descanso en los juegos organizados por el niño y el abuelo. 
Muchas veces en los momentos de quietud, en que el pez se detenía, se escuchaban las canciones del coro formado por pequeños peces que el abuelo había traído del mar de la Punta de la Tenaza. 
El Sábalo crecía con la alegría de todos los que vivían en aquella vieja casona, que un día ya casi olvidada, había sido una gran fábrica de franelas y tejidos de algodón de múltiples colores, algunas  veces el abuelo permitía la entrada de los niños, que iban al Campo de la Matuna a jugar beisbol, los infantes contemplaban al pez y sus movimientos sincronizados con Ignacio entrando al estanque. Ya por la reiteración de aquel encuentro con los niños, la historia del Gambí con el abuelo, era conocida en los barrios más próximos a Getsemaní, tales como San Diego, Chambacú y Torices. 
El Sábalo había alcanzado una longitud de cinco metros y pesaba mil kilogramos, sus movimientos se hacían difíciles en aquel espacio, que ahora era reducido por su peso y tamaño. El abuelo, pensó, que debía buscar una piscina de mayor cobertura para el pez, al que veían siempre como una mascota amiga, y nunca como el animal que se ceba para algún día comerlo. 
Gambi se constituyó en un amigo de la comunidad, y en especial de los niños, por tanto, no debía morir a manos de ningún ser humano, sino morir de viejo, cuando los años finalizaran los días de su existencia. 
         
Juan Vicente Gutiérrez Magallanes. Escritor          
El abuelo mandó a construir una cuba de grueso zinc, la llevó a la casa y la llenó hasta la mitad con agua de la ciénaga de Chambacú, con la ayuda de diez hombres logró introducir el sábalo en la cuba y jalarla por carretas, que la condujeron a la Punta de la Tenaza, donde después de escuchar un coro de niños con canciones de despedidas, soltaron el sábalo en las aguas del Mar Grande, el pez miró a los niños y les dijo adiós con su inmensa cola. 
Los niños del Boquetillo crearon una ronda que hace alusión al Sábalo del viejo Magalla:
              «Hay un sábalo grande
              que nos visita en las noches
              Nos regala los cuentos de las sirenas
              que viven en las profundidades
              ¡Tráenos una para que nos narre
              el trote de los caballitos marinos».
 

 

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