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jueves, 1 de marzo de 2018

La Última Diáspora de Chambacú


«Rosi, arrodillada, espera a sus hijos, en la
última  «vuelta» al Jíbaro de la esquina»

Por Juan V Gutiérrez Magallanes

Eran tres hijas con edades comprendidas entre los quince y los diecinueve años, venidas del Interior del país con el padre y la madre.  Estos se dedicaron a la venta de baratijas en el Mercado de Getsemaní, salían muy temprano del barrio, todo lleno de bruma y de caras marcadas por los ruidos de la noche.
Las hijas quedaban solas, ninguna estudiaba, pero sí las veíamos que salían a las once de la mañana y regresaban en la tarde,  otras veces en la noche cuando la mayoría de los vecinos habían cerrados sus puertas, y sólo quedaba abierta la ventana de la señora Estebana, ésta argumentaba que no podía dormir de noche, sólo lo hacía en la mañana, costumbre que había adoptado después de llevar una vida de puta recatada durante cuarenta años, sin haber producido escándalo en la vecindad, ella argumentaba que era una mujer de vida decente en sus andanzas de prostituta, argumento que vociferaba con lengua extendida en toda la vecindad, conocía las andanzas de todas las personas captadas desde la visión panorámica de su ventana. 
En sus anales estaban detalladas las vidas de aquellas tres jóvenes que sabían hacer de sus vidas una buena razón para vivir el día como si fuera el último de su existencia. 
De estas tres muchachas, la menor, Rosi, inició su vida de consorte permanente con el último de los Montes, creyeron que podían «jugar al vivío», trance que se hizo permanente por la atadura de los hijos, lo que para Ramuel Montes, no era impedimento para jugar a la llamada «tablita», donde la suerte se tira sobre el azar de dos monedas, apostando al Cara y Sello y al brindis diario con rones de falsa destilación, lo que terminaba en un canto de serenatas para Rosi, en la voz inicial de Lucho Pérez, no se qué  razón había para que el canto preferido fuera «Las Cosas de Goya», pero si había un motivo, el compositor de esta canción había sido compañero de sus hermanos mayores, y Ramuel había tenido oportunidad de escuchar los primeros arreglos bajo los acordes de la guitarra y la dulzaina de Julián Machado en los solares del señor Guzmán. 
Las serenatas no alegraban el corazón de Rosi ni lograban extraer de sus profundidades el perdido orgasmo que se trocaba en la fecundación de un nuevo hijo, se fue perdiendo el colorido de sus vestidos, de aquellos trajes de seda que entraban por la población de Bocachica, traídos de contrabando por las vivanderas que viajaban a Panamá. 
Ahora todo quedaba en la sombra del pasado. 
Rosi tuvo su primer hijo a los dieciséis años, cuando hacía cuarto año de primaria en la escuela Amor A Cartagena, dirigida por la Seño Carmen. Sus dos hermanas alcanzaron a terminar la primaria, algo que consideraban un gran logro, porque podían aplicar las Tablas de Multiplicar, en las cuentas del cobro de las horas de trabajo, ambas se dedicaban al baile en un Centro Nocturno, practicaban una danza con pistas extraídas de películas mejicanas, ambas trataban de imitar a Ninon Sevilla y a María Antonieta Pons.
La jornada terminaba a las tres de la mañana, cada una de ellas salía acompañada por el marido del momento, era una rutina que se cumplía de miércoles a sábado, los demás días a excepción del domingo elaboraban turrones de leche que, Antonio, el hijo de la señora Tomasa, vendía en la puerta de la escuela  Amor a Cartagena. 
Mas un día de noche fogosa por el anuncio  de una orquesta que había llegado para el Festival de Música del Caribe, se presentó al Centro Nocturno La Aurora, donde bailaban las hermanas los sones de salsa brava. 
Esa noche las notas de las trompetas, los acordes del piano y la voz del cantante armonizaban un trío  inolvidable. 
El cantante en sus momentos de silencio contemplaba los movimientos de las danzantes, especialmente a Enith, quien mostraba elasticidad felina en sus  baile iridiscente por el juego de las luces. Al terminar la presentación de las bailarinas, el cantante se acercó a ellas y las invitó a una mesa, desde donde podían continuar viendo el espectáculo. A partir de aquella invitación, las relaciones entre Enith y el trovador se fueron alegrando y profundizando en variadas ocasiones para contarse hechos de situaciones pasadas. 
Después de aquella primera invitación en el Centro Nocturno la Aurora, los encuentros se dieron durante todas las noches, por catorce días, hasta el final del contrato de la orquesta, cuando resolvieron viajar juntos a Centroamérica, para llegar a Puerto Rico a la isla del Encanto, en donde Enith, se convirtió en el talismán de la suerte de su compañero, necesitaba la presencia de ella para sentir el filin de sus canciones, hasta que un día Enith, con fuego ardiente por el baile, no pudo contener la fortaleza del río que surcaba su interior, saltó a la sala de baile y danzó como en sus primeros años en el Centro Nocturno La Aurora, el cantante quedó estático y comprendió que Enith, había nacido para bailar, y desde ese momento  se soltó de los amarres para hacer parte de la Coreografía que acompañaba a Ismael Rivera en sus Plenas y Bombas. 
Gilmita, al quedar sola, se sintió como un ave con el ala herida, se retiró del Centro Nocturno La Aurora y se convirtió en una especie de bailarina compañera de los ancianos que buscaban romper la nostalgia con el baile de un bolero en el Centro nocturno de la Media Luna. Ella, había dejado atrás el baile rápido de arabescos por el suave y acompasado bolero, salido de la voz de Agustín Lara, Gilberto Urquiza o la Portuondo.
Rosi, Ramuel y sus tres hijos, Rafa, Mañe y Liba, fueron arrastrados por la diáspora de Chambacú. Se alejaban del Centro, del Mercado, de la despensa del Caño de Juan Angola, del sueño de los carritos locos de la Ciudad de Hierro que renacía para las Fiestas del Once de Noviembre con sus anuncios de canciones dedicadas como panaceas al abandono. 
Salieron a una tierra desconocida, adherida a las últimas playas de la Ciénaga de la Virgen, donde no escucharían las plegarias de la Seño Carmen ni la voz amanecida de la señora Estebana. 
Los tres hijos de Ramuel y Rosi, abandonaron la escuela, trazaron los días con idas tempranas al último reten de los buses del Barrio Olaya, donde se brindaban para ayudar a las señoras que llegaban del Mercado, cargadas con las canastas, se fueron alargando en su sombra de jóvenes ayudantes de «cruces y vueltas». 
Se fueron convirtiendo en «toderos» del diario hacer. 
Pasaron por la «la escuela de esparrin de buses»*, mototaxistas, cobradores  de presta diario y por último  trajinadores  de «vueltas rápidas»**, que dejan monedas marcadas en el aprendizaje de arreglar el presente. 
Rosi suponía la peligrosidad de las andanzas de sus hijos, agonía que calmaba con las veladoras que a diario encendía al pie de la pequeña estatua de yeso de la virgen de la Candelaria, acompañando el sahumerio de incienso con promesas de llevar al Convento de la Popa  milagros de oro y responsos a sus muertos. 
Pero los azares marcan las huellas de los que juegan al destino y un 16 de julio en que celebraban la Fiesta de la Virgen del Carmen, Rafita, el hijo mayor se atrevió atravesar la raya de Los Tres Equis, no le importó las advertencias de su amigo El Sombra. Una bala del Changón del Rana perforó el frontal de Rafa, las voces llegaron a la fiesta y quebraron la descarga del picot para dejar entrar el llanto de una mujer que se arrodillaba frente al cadáver. 
A sí se inició la noria de la muerte en el solar de Rosi y Ramuel, éste se enlutó en un permanente estado de alcoholismo, unió los días sin las noches para no cerrar los ojos y mirar bien los días que le faltaban para morir, porque los otros dos hijos murieron en venganzas de pandillas. Rosi, permanece arrodillada a la entrada del solar, esperando que lleguen sus tres hijos de la última vuelta que han de hacer al Jíbaro de la esquina.
Juan Vicente Gutiérrez Magallanes
 

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