«AQUÍ,
SÓLO SE VENDE MARIHUANA»
Por Juan V Gutiérrez Magallanes
Era una mulata de uno con setenta de estatura, sus pectorales rompían el viento y sus nalgas desafiaban el equilibrio del triángulo que soportaba el tronco tallado de su cuerpo. En el condominio, los muchachos se rifaban las miradas de Lola y la aceptación de sus piropos con una leve sonrisa. Todos esperaban los domingos de vespertina en el Circo Teatro, donde entraba acompañada de una hermanita, allí en la puerta del teatro apostaban, por llegar a ser el primero a quien Lola le aceptara un chocolate y le brindara una sonrisa. Pero todo quedaba hasta allí, porque ella seguía caminando, contorneándose y recreándose con el movimiento de sus nalgas.
Mas un día de fandango en el caserío de la bajada del Puente, su padre invitó a un joven, Pedro, albañil de plomada fiel conocía los secretos del cemento y la cal, para la construcción de la mampostería. Miró a Lola y calculó las dimensiones de aquella mujer, se acercó y le brindó una flor de bonche que había recogido de una maceta del patio, Lola sonrío y entró con él al ruedo del fandango, bailaron toda la noche, con la aceptación de su padre que los miraba y se recreaba en los movimientos de su hija, porque conocía las intenciones del muchacho, y este era hombre de palabras endurecidas en el dominio del trabajo del nivel y el palustre.
A los tres meses de Pedro relacionarse con Lola, rompió la corola escondida de ésta. Y continuaron los encuentros en los mangles extraviados, así se generaron dos hijos, que crecieron al lado del padre de Lola. Ella quedó en su casa contando las veces en que su padre cantaba la canción del Olvido. Para Lola, parecía que aquello era la sentencia por no saber atrapar al hombre que había escuchado las primeras voces de la golondrina que anidaba en su interior.
Volvió Lola a florecer en sus encantos y se colmó de miradas y piropos que dejaban melodías en todo su cuerpo que vibraba al recordar las voces de los hombres que la miraban y la comparaban con la belleza de la luna llena.
Entre todos aquellos que cantaban frases de canciones, había uno que sólo la miraba y hablaba con un silencio que llegaba y endulzaba el corazón. Y un domingo en que estaba visitando a su madrina, a solo una cuadra de su casa, llegó Joselo, el hombre que hablaba con la mirada, le extendió una mano para saludarla, apenas sintió el toque experimentó una vibración, respondió el saludo con una sonrisa, y quedó quieta escuchando la voz de aquel hombre que conversaba con su madrina. Se dirigió a ella y la invitó a vespertina, contando con la aprobación de su madrina. A partir de aquel día los encuentros se hicieron más frecuentes. En su casa se volvió a escuchar otra canción de su padre, cada vez que tomaba el ron de Ojito. Cantaba: «No tropieces con la misma piedra», melodía que se tornaba en cantaleta.
Pero ya Lola, había escuchado las cartas que tiraba Petrona, la componedora de la esquina, también había visto los caminos trazados por el café de la negra Bartola, y ambas habían encontrado buenos augurios, siempre le mostraban los trazos de un buen hombre. Lola decidió unirse a Joselo, sin importarle las melodías envueltas en reclamos, ya que era costumbre de su padre, hablar con fragmentos de canciones, por esa forma se hacían llevaderos sus reclamos.
Lola y Joselo, se juntaron, para hacer un juego serio de la vida, sin importar los hijos que vinieran. «Todos traían su pan debajo el brazo». En cinco años tuvieron tres hijos, y al final se cansaron de mirarse las caras y caminar con reglas fijas para la crianza de los hijos. Joselo se retiró de la casa y Lola volvió con sus tres hijos, a escuchar las melodías de su padre, sus encantos, se mostraban ahora un poco marchitos, pero todavía se marcaba la impronta de su fogosidad, que hacía girar las miradas de los hombres que la veían pasar.
Lola lavaba ropa de los estudiantes del Centro, lo que le permitía aumentar el dinero que le daba Joselo, para el sostenimiento de sus hijos. Y un día de flores negras que produjeron alegres esperanzas, sus oídos sintieron la percusión de la voz de un jíbaro, le cantaba una melodía de ensueño, que podía borrar la canción de la pobreza. Lola, apartada de los hijos entró al juego del Jíbaro y se convirtió en Lola, «La vendedora de ensueños», traficaba con piezas que producían fuegos artificiales, donde las vidas se diluían sin alcanzar las voces de la esperanza.
Aquel mar se extendió hasta Chira, la hija que había tenido con Pedro, la visitaba los domingo acompañada de su hermano, hasta cuando, Fedro miró las bondades de Chira y logró tocar su ternura con las palabras inventadas por los efectos de la Cannabis, la enamoró y naufragaron en aquel mar de sueños y voces perdidas, donde Lola pregona su venta sin llegar a conocer los últimos pasos del menor de sus hijos.
Juan Vicente Gutiérrez Magallanes |
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