LA ANTEDILUVIANA
Por Gilberto García
Mercado
Alegre como estaba no podía decir mucho. El brillo de sus ojos y la respiración entrecortada coadyuvaron a que las palabras se le aglomeraran en la boca. Amanda era una desconocida en aquellos momentos, la otra cara de la mujer campestre, que vestía falda hasta las rodillas y, con aire de santurrona siempre en conflicto con el amor.
Él la observó en el vecindario, caminar con el sigilo de quienes esperan muchas cosas de la vida. «Qué mujer habrá detrás de esos ropajes», pensó mientras la imaginaba con un vestido de baño en la playa. Ella continuó altiva y sin advertir las miradas del hombre. Éste, en la brevedad de la tarde, recordó poemas de Neruda.
Y ahora las palabras se le agolpaban en la boca.
«Buenos días», había dicho. Se sentó en la misma mesa que ocupaba Sergio en el Café Harrison. Y como si lo conociera de años habló del hombre de la esquina, el que vende perros calientes en la cafetería de la cuadra. El que siempre tiene una sonrisa en los labios.
—Tipo encantador ese—dijo luego de una andanada de palabras. Ella apartaba de vez en cuando los mechones de cabello en la frente. —Se llama Sergio, dígame algo de él cuando lo conozca.
Desde entonces no ha podido olvidar a la mujer.
Ella se levantó de la silla en el café, lo miró directo a los ojos, algo indiferente, y agregó:
—No lo olvide, dígame algo de él cuando lo conozca.
Supo entonces que era una chica solitaria y extraña. Que habitaba el piso de abajo en la casa de las Maldonado. Cuando no estaba en la repostería, de la cual derivaba el sustento, transcurría en el apartamento, leyendo Novelas de Faulkner y Cortázar.
No parecía tener contactos ni alguna relación con nadie. Podía ser desterrada en cualquier momento y nadie advertiría su ausencia. Alguien podía preguntar por ella y nadie respondería que en el piso de abajo de la casa de las Maldonado habitaba la mujer.
Evoca la luz de sus ojos, la cadencia y modulación con la que hablaba, luego de revelarle su gran descubrimiento.
—El amor—confesó la mujer—He descubierto el amor. Se llama Sergio, el joven que vende perros calientes en la cuadra.
Gilberto García M |
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma. En especial para descifrar el lenguaje de la dama en medio de su loca alegría. Ahí, en el Café Harrison, Sergio no advirtió el cielo nublado, la tarde descompuesta, los pasos apresurados de la gente ante la precipitud de la lluvia.
—He descubierto el amor—insistió la mujer.
No fue hasta cuando el cielo se aclaró y las nubes se replegaron en alguna parte que Sergio tuvo noción de la realidad.
A través de la noche que llegaba creyó ver elevarse entre las nubes a Amanda que con unas alas enormes se perdía en el cielo.
—Se llama Sergio, el joven que vende perros calientes en la cuadra—musitaba Amanda en medio de su loca alegría.
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