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domingo, 1 de marzo de 2015

LAS CRÓNICAS DE JOCE G DANIELS*

EL BASTÓN DEL POETA JORGE ARTEL

                                             Sábado 1 de marzo de 1997                                                                  

                      Al Dr Guillermo Ricaurte Fayad que fue cómplice de la parranda con el poeta en los feraces Campos de Chambacú

Jorge Artel 
En una de las ambulantes cafeterías de refugiados de la ciudad, una mañana de brisa fresca el poeta Pedro Blas, el más ferviente y también el más cercano seguidor de la huella poética de Jorge Artel, me dijo asustado y tembloroso que el autor de «Tambores en la noche», la obra poética que le dio partida de bautismo a la distinguida poesía negra en Colombia, me había enviado cientos de recados con el fin de que le devolviera el bastón que una noche de parrandas me había regalado. 
El mismo mensaje me lo dio José Sarabia, el poeta del tiempo perdido, y el investigador Abel Ávila, una noche en que amanecimos bebiendo ron en un quiosco de mala muerte y comiendo sancocho de pescado en la población de Santa Ana, en el Magdalena. 
«Artel anda que echa chispa porque no le has devuelto el bastón», me dijeron. 
Artel, cuya memoria exaltó merecidamente el Congreso Nacional después de una fatigosa batalla contra la perniciosa burocracia, regresó de un exilio voluntario de casi cuarenta años a instancias de un grupo de intelectuales que presionó su venida con motivo de los 450 años de la fundación de Cartagena. 
«Las fiestas sin Artel no tienen sentido», fue la frase de batalla que se esgrimió entre quienes consideraban esencial su presencia en la magna efemérides. 
Y el poeta volvió y fue recibido con todos los honores, vino desde Panamá, pero antes había tenido un periplo por medio mundo, recorriendo las islas de las Antillas con su lira y sus versos, buscando sus raíces ancestrales, hasta que para un diciembre alegre aterrizó sin saber por qué y cómo, en la población de Santa Elena, una aldea de campesinos bonachones ubicada en las estribaciones de los cerros que rodean la ciudad de Medellín, y en la que por esas ironías del destino y de las condiciones económicas en que se debatía fue nombrado inspector de policía. 
De allí lo sacó Flash cuando en una de sus acostumbradas columnas de cositerías lo mató ante el mundo literario. 
«Ayer murió el poeta Artel, titulaba, y más adelante explicaba, en la más completa miseria falleció el autor de Tambores en la noche’ que ejercía de inspector de policía en el caserío de Santa Elena». 
Poeta Jorge Artel
Pero aunque la muerte de Artel, cuyo gran problema ‘no es la muerte, es el morir’, ocurrió apenas hace tres años, en Cartagena y sobre todo en Getsemaní, parece que hubiese transcurrido un siglo. Pocas personas lo recuerdan y muchas personas que andan en el cuento de la literatura no saben quién es ni tampoco lo que representa su obra grandiosa para las letras universales. 
Muchas personas que han participado en el Concurso de Poesía que lleva su nombre creen que Artel, es el nombre de algún prócer desconocido. 
Fue para el mes de noviembre del año 87 en que después de participar y degustar un espléndido y opíparo banquete en el apartamento del abogado Guillermo Ricaurte Fayad que brindaron sus padres, doña Margot y don Luis M, al poeta Artel, nos entusiasmamos tanto con el ron medieval que bebíamos en totuma y que tenían bien guardado y bien añejo el pródigo anfitrión en una damajuana que tenía un cuello tan largo que parecía una jirafa. 
Fue tan delirante y enloquecedora la parranda que de allí, con un temple sabroso que nos hacía cruzar los pies como un perro viejo, salimos y tomamos un coche de diez caballos con auriga vestido de librea, para que nos llevara al campo de Chambacú, donde se celebraban las fiestas profanas de noviembre y cuya reina popular sería, como realmente lo fue, coronada en el templete en el que días antes Su Santidad Juan Pablo II, ante miles de peregrinos, pronunció con su convincente y evangelizador una de las más notorias y sublimes homilías de cuantas se tenga noticias en el Nuevo Mundo. 
Artel, echaba piropos a las mujeres que nos lanzaban besos de cumplidos, saboreaba el ron tres esquinas como si estuviese bebiendo jugo, cantaba vallenatos, bailaba boleros, gritaba alegre como si fuera un niño. 
«Estoy alegre y feliz porque hace cuarenta y seis años no pasaba una fiesta en mi tierra», dijo con los ojos llenos de lágrimas por la emoción, mientras se bebía con ganas un trago y otro trago de ron. 
Esa noche, sentados en el templete, a él le reservamos la silla papal, y nosotros nos sentamos en el suelo, nos refirió anécdotas de su vida política, de su infancia en el arrabal de Getsemaní, de su amistad con José Morillo y de su salida intempestiva de la ciudad después del asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán. 
Esa noche cantó, bailó, declamó sus poemas a la reina popular y por último terminó llorando a cántaros en los brazos de una mulata cuarentona de tafanario ancho y pecho erguido, de rostro fino y ojos alegres que dijo lo había visto en una de las islas de las Antillas cuando andaba de bohemio empedernido entre versos y bachatas y siempre añoró darle un beso para saber a qué saben los labios del poeta. 
Esa noche recibió los aplausos en el sitio que él siempre quiso, y los recibió sin tantas arandelas, ni pergaminos, ni resoluciones. Fue la negrería que reconocía a su poeta y le tributaba el más elocuente de los homenajes. Estaba tan entusiasmado con el beso de la mulata y con los aplausos de su gente que no encontró otra manera de responder que agarrando mi gorra blanca de estilo escocés y la lanzó al público como un gesto de reciprocidad. 
Cochero y caballo que habían sido contratados para estar con nosotros toda la noche al final terminaron borrachos y dormidos uno abrazado al otro debajo de la sombra de un trupillo silvestre. Por el lado de Artel, que reconoció de inmediato su error de lanzar la cachucha al público, sólo me dijo "tenga marqués" y me dio su bastón, que según él mismo contó era un regalo que recibió de un príncipe zulú cuando anduvo entre los negros de África buscando los espíritus de sus ancestros. 
Por eso cuando recibí los recados que me dieron Abel Ávila, José Sarabia y Pedro Blas, me sorprendí tanto, pues habían pasado cinco años y el bastón que se lo había dado a papá Tomás, le servía como soporte y arma para espantar los caimanes y las babillas que en las mañanas se dormían con la jeta abierta debajo del amañador chinchorro. 
Joce G Daniels, Autor de esta crónica
Para muchas personas y en especial para los intelectuales, el mejor homenaje que le puede hacer la ciudad que lo vio nacer, además de lo expresado en la Ley de Honores, es la edición y difusión de su obra, estudio y análisis de su poesía y el rescate de su casa para que funcione allí el Instituto de Artes y Letras «Jorge Artel»  y erigirle una estatua grande y pedestre frente a la Torre del Reloj, aunque no le pongan el bastón que me regaló una noche de parrandas y bohemias cuando lloró como un niño al sentir que las gaitas que llevaba dentro del alma se le salían por la emoción de los  aplausos que le tributó la negrería cuando lo coronó como el más grande poeta negro de Colombia. 
          San Sebastian de Calamari
*Presidente fundador de la Asociación de Escritores de la Costa. Organizador del Parlamento Nacional de Escritores de Colombia. Este texto forma parte del Libro "Mi tiempo en El Tiempo Caribe", recopilación de crónicas de cuando El Marques de la Taruya escribía una columna semanal en el gran diario colombiano.

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