LA BABILLA MONA
DE LA REPRESA
DE LOS ALMANZAS
Por Rodrigo José Hernández Buelvas*
Aquella mañana diáfana
de hermoso sol fulgiendo cual naranja margariteña, por los lados de Canta Gallo,
como de costumbre Juan Lorenzo había amanecido en Don Alonso, desgranando en una
totuma, las mazorcas secas de maíz cariaco, en cantidades suficientes para que
llenaran los buches los hambrientos pollos pelongos, que estaba criando— hijos
de la ceniza gallina colimba y del grande gallo basto colorado—la mujer de Arturo
Medrano.
— Piúuu… Piuuú... Piuuú...
Llamaba Juan Lorenzo
mientras seguía desgranando, pasando con fuerza una mazorca encima de la otra y
caminando cerca de la estaca donde amarrado se encontraba ladrando «Líber», su
valiente perro canelo, que se daba gusto por las noches durmiendo sobre las
apagadas cenizas del fogón.
—Piuuú.. .piuuú.
..piuuú....
Continuaba Juan Lorenzo
mirando para uno y otro lado, pasando por debajo del florecido ciruelo en el centro
del patio, donde en
una tabla sucia mantenían a «Pacheco», el hermoso loro real.
El plumípedo al ver la fajina de su
dueño, empezó a subir con cuidado agarrándose con el pico y las patas hacia la
rama más alta. Una vez en la cúspide volteó hacia un lado el pescuezo y decidió
sumarse a la algarabía:
—Piuuu¨….Piuuuú. Piuuu¨…
Gritaba «Pacheco», estirando el gañote
para ver hacia la huerta, cuya cerca de alambres púas se divisaba en la cola
del patio.
Los pelongos apenas escucharon al loro,
comenzaron a salir de todas partes, apresurados, saltando y batiendo las alas a
medio encañonar, como intentando alzar el vuelo.
Así fueron llegando, de uno en uno, hasta
donde Juan Lorenzo los aguardaba con la totuma rebosante de maíz cariaco, desgranado,
mientras que el loro seguía con su cantaleta sin descansar.
—Piuuu¨….Piuuuú. Piuuu¨…
Juan Lorenzo contó los siete desplumados,
luego en voz alta agregó:
—Serían once si el maldito lobo pollero
no se hubiera comido a los cuatro pequeños.
Al oírlo su mujer, que estaba en la cocina,
respondió:
—Y si mi abuela no se hubiera muerto,
viva estuviera.
El marido pasó por alto las ocurrencias de
la mujer, hizo como si no la hubiera escuchado, y al comprobar que los pollos
estaban completos, dejó de ventear el maíz arrojando un puñado a los pelongos, el
loro en el ciruelo continuaba con la rechifla en el patio.
Luego de culminada la faena el hombre se
dirigió a la cocina, colocaba la totuma en la troja cuando un presentimiento lo
hizo girar la cabeza hacia el mamón de María plantado en la cola del patio. Sorprendido
divisó el enjambre de abejas. Un destello de luz iluminó la mente del campesino.
—Ya llegaron las abejas al mamón…Qué grande
son…Como que quieren hacer «mosca» por aquí cerca y, no son «popoceras» ni «carga
barros»...—agregó el hombre.
Desde pequeño su abuelo José Isabel, le
había inculcado el modo de cosechar la miel, instalando colmenas en grandes
calabazos.
Como
una fugaz ilusión, recordó las enseñanzas de su abuelo:
—Juancho, mijo, ten presente que la mejor medicina para la anemia,
úlcera en el estómago y la desnutrición en los muchachos, es la miel de abejas.
Se la das en ayunas, mezclas en una taza la
leche caliente con una cucharadita de miel.
Sirve también para erradicar los sabañones
perniciosos, para ello, debes mezclar una cucharada de miel con igual cantidad
de glicerina, una clara de huevo criollo y un poco de harina de trigo, hasta
formar una pasta blanda.
Ya preparada la pasta,
se lava la parte afectada con jabón y agua caliente, la que pueda soportar el
enfermo, se seca bien con un paño limpio y luego se aplica el engrudo.
Bastará una sola untada
para acabar con el sabañón más avezado.
Juan Lorenzo por
tradición familiar, mantenía sus grandes calabazos para avispas criollas al
alcance de la mano.
Los colgaba en el alar
del rancho, debajo de un viejo tamarindo, tupido de mierda de pajarito.
Recordó el día que
salió con tres calabazos vacíos hacia el arroyo La Ceja, y bajando el cauce,
más allá de El Peñón, en una enmarañada bola de monte, en el hueco corpulento de
un caracolí, se topó con una «mosca» y luego de ardua tarea y cuidado especial había
conseguido llenar los calabazos con pedazos de panales.
Ahora Juan Lorenzo, al contemplar
el negro enjambre cual tupido racimo de brillantes uvas, le pica la curiosidad
anhelando ver rebosantes de miel los calabazos, así que en un santiamén agarra
del alar los tres bangaños, con sigilo y precaución, casi sin respirar y demostrar
miedo alguno, pues sabía que el temor hace sudar al hombre, alborotando, en
cambio, a las abejas volviéndolas agresivas.
Cerca de la rama
atestada de avispas, colgó los calabazos y se retiró con cautela hacia el
rancho de la cocina, donde se encontraba Lola Zafra, su mujer, bajando la olla
del café y colocando sobre los bindes el caldero para cocer la yuca del
desayuno.
Por entre las rendijas de
la cerca despañotada, observaba en silencio los calabazos y el tupido montón de
negras abejas.
En un espabilar se
percató que las avispas fueron rodeando los calabazos, a la vez que dejaban
caer al suelo algo que el campesino creyó serían excrementos o desperdicios.
Al poco rato las abejas
habían desaparecido, no así el zumbido monótono, por lo que consideró que las
avispas se habían metido en los calabazos. Con tapones de madera se acercó a los
recipientes tapándolos uno a uno. Los dejó en la rama del mamón al percibir una
brisita juguetona.
Al sentir en las
abarcas algo pegajoso, cayó en la cuenta que los supuestos excrementos o desperdicios en el
suelo, eran los cuerpos sin abdomen de las abejas criollas regadas ahora en el
piso arenoso.
Le causó pesadumbre
pero no dijo nada a su esposa, quien en esos momentos le ofrecía una humeante
taza de tinto endulzado con panela. Sazonado con algunas gotas de anisado, que tomaba
en las mañanas para mantener la voz clara y fortalecer la garganta.
Luego de beber la
infusión ensilló la burra prieta cachara, acomodó los barriles y apoyándose en
el fuerte garabato de guayacán, se montó en las angarillas, cruzó las piernas
sobre el pescuezo del animal y se dirigió a la represa de Los Almanza, a buscar
el viaje de agua para trastear.
En esta represa el
pueblo de Don Alonso, iba a buscar el
agua.
Y nadie se bañaba, no
porque fuera prohibido, sino porque existía una vieja babilla mona y veterana, de
la que decían «mordía hasta por debajo del agua».
Muy brava era la vieja
mona, se votaba a la orilla, cuando oía el, «Glu...glu...glu...», producto del
agua al entrar en los barriles.
Los arreadores tenían
que llenar los barriles encima de los burros a totuma, con balde o lata, pues
le temían a la vieja babilla mona cebada.
La mujer de Juan Alonso
había bajado del fogón el caldero de la yuca y afortunadamente se encontraba en la tienda de Goyo, comprando media
tabla de panela para endulzar el café de leche; afortunadamente, pues la
brisa fuerte que soplaba del Morrosquillo desenganchó uno de los calabazos de
las avispas que se dispararon rabiosas contra «Limber», que por estar atado corría
para todos lados gimiendo por los aguijonazos de las avispas africanas.
Al ver el sofoco del
perro, Juan Lorenzo se tiró de la burra y corrió hacia el cuarto, donde tenía
la amolada rula en la cubierta, la desenfundó y salió a
socorrer a «Limber».
De un solo tajo cortó la cabuya
que sujetaba al perro y regresó de prisa a guarecerse de las abejas.
«Limber» salió dando
alaridos para la cola del patio.
Se revolcaba, se
paraba, volvía a correr, se tiraba al suelo dando vueltas y las abejas arremolinadas,
detrás.
Al fin se paró con
dirección al pozo, Juan Lorenzo divisó que el enjambre en remolino ascendía hacia
las nubes, yéndose a gran velocidad por los lados de Sampués.
Juan Lorenzo comprobó
que no hubiera avispas revoloteando por los alrededores, salió del cuarto y bajó la carga de agua de la burra prieta.
Mientras vaciaba los barriles pensó:
—Menos mal que no
tropezaron a la burra en el callejón, si no, yo les hubiera echado un cuento.
Ya había
bajado
el último barril de la tinajera, cuando su mujer entró al cuarto de regreso de
la tienda de Goyo:
—Oh Juancho, anoche
como llegaste tarde—argumentó indiferente y desprevenida la mujer—Se me olvidó decirte,
que ayer a mediodía, en el momento de estar enterrando en el cementerio a
Carmenza Nobles, las africanas que estaban retozando en una bóveda bajo el
árbol de santa cruz, por la bulla de los acompañantes, se embravecieron e
hicieron correr a todo el mundo.
¡Y si supieras que en
tal desbarajuste se ensañaron hasta con el pobre inválido de Chelo Reyes, que
imagínate, lo hicieron levantarse y salir corriendo detrás de la estampida con
dirección al pueblo!
Cayó desmayado en la
plaza en frente de la iglesia.
—¿Cómo va a ser eso?—exclamó
extrañado Juan Lorenzo.
—Entonces son avispas
africanas las desgraciadas—continuó estupefacto el campesino— Ave María purísima...
y yo que las mantengo encerrada en los calabazos; con razón asesinaron a las
criollas, quitándoles el vientre...Pero ya verán las sinvergüenzas.
—¿Y qué vas hacer, mijo?—dijo
Lola a su esposo.
—Ya sabrán las malditas
dónde pisó cañahuate.
Se dirigió con cuidado
a la rama de mamón, desenganchó los calabazos y con los brazos extendidos, sin
tambalearlos, caminó ligero hacia la represa de Los Almanza.
Al llegar al lugar se
dio cuenta que «Limber» se hallaba en la orilla, gimiendo de dolor, pero apenas
vio a su amo sin salirse de la represa empezó a golpear el agua con el rabo.
En el barranco
arcilloso, Juan Lorenzo ató a cada calabazo un pedazo de piedra y los arrojó hacia
el centro de la represa.
Observó que iban borboteando
burbujitas a medida que se hundían en la represa.
Al poco rato se dio
cuenta que las aguas empezaban a agitarse, arremolinándose como si alguien
estuviese pataleando. La lucha duró poco, pues al cabo rato emergió la Vieja babilla
Mona Cebada y chapoteando iracunda salió a la orilla, se trepó con dificultad por
el barranco resbaladizo y se lanzó a un espeso pajonal, seguida de cerca por el
remolino agresivo de las avispas.
Al darse cuenta de esto
«Limber», que meneaba el rabo alegremente, salió en bola de fuego y corrió
hacia Juan Lorenzo, quien caminando a pasos largos regresaba a la casa,
traqueando un dedo de la mano derecha al pasarlo con fuerza sobre el pulgar:
—Siuma...siuma...siuma,
«Limber»….
— Vean lo que son las
cosas: sólo las africanas pudieron sacar a la Vieja Mona de su cebadero. Lo que
no pudieron hacer los muchachos con sus caucheras, lo consiguieron las
puñeteras africanas—comentó irónicamente el hombre.
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