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viernes, 5 de diciembre de 2014

—Y SI MI ABUELA NO SE HUBIERA MUERTO, VIVA ESTUVIERA.

LA BABILLA MONA
DE LA REPRESA 
DE LOS ALMANZAS
 Por Rodrigo José Hernández Buelvas*

Aquella mañana diáfana de hermoso sol fulgiendo cual naranja margariteña, por los lados de Canta Gallo, como de costumbre Juan Lorenzo había amanecido en Don Alonso, desgranando en una totuma, las mazorcas secas de maíz cariaco, en cantidades suficientes para que llenaran los buches los hambrientos pollos pelongos, que estaba criando— hijos de la ceniza gallina colimba y del grande gallo basto colorado—la mujer de Arturo Medrano. 
— Piúuu… Piuuú... Piuuú... 
Llamaba Juan Lorenzo mientras seguía desgranando, pasando con fuerza una mazorca encima de la otra y caminando cerca de la estaca donde amarrado se encontraba ladrando «Líber», su valiente perro canelo, que se daba gusto por las noches durmiendo sobre las apagadas cenizas del fogón. 
—Piuuú.. .piuuú. ..piuuú.... 
Continuaba Juan Lorenzo mirando para uno y otro lado, pasando por debajo del florecido ciruelo en el centro del patio, donde en una tabla sucia mantenían a «Pacheco», el hermoso loro real. 
El plumípedo al ver la fajina de su dueño, empezó a subir con cuidado agarrándose con el pico y las patas hacia la rama más alta. Una vez en la cúspide volteó hacia un lado el pescuezo y decidió sumarse a la algarabía: 
—Piuuu¨….Piuuuú.  Piuuu¨… 
Gritaba «Pacheco», estirando el gañote para ver hacia la huerta, cuya cerca de alambres púas se divisaba en la cola del patio. 
Los pelongos apenas escucharon al loro, comenzaron a salir de todas partes, apresurados, saltando y batiendo las alas a medio encañonar, como intentando alzar el vuelo. 
Así fueron llegando, de uno en uno, hasta donde Juan Lorenzo los aguardaba con la totuma rebosante de maíz cariaco, desgranado, mientras que el loro seguía con su cantaleta sin descansar. 
—Piuuu¨….Piuuuú.  Piuuu¨… 
Juan Lorenzo contó los siete desplumados, luego en voz alta agregó: 
—Serían once si el maldito lobo pollero no se hubiera comido a los cuatro pequeños. 
Al oírlo su mujer, que estaba en la cocina, respondió: 
—Y si mi abuela no se hubiera muerto, viva estuviera. 
El marido pasó por alto las ocurrencias de la mujer, hizo como si no la hubiera escuchado, y al comprobar que los pollos estaban completos, dejó de ventear el maíz arrojando un puñado a los pelongos, el loro en el ciruelo continuaba con la rechifla en el patio. 
Luego de culminada la faena el hombre se dirigió a la cocina, colocaba la totuma en la troja cuando un presentimiento lo hizo girar la cabeza hacia el mamón de María plantado en la cola del patio. Sorprendido divisó el enjambre de abejas. Un destello de luz  iluminó la mente del campesino. 
—Ya llegaron las abejas al mamón…Qué grande son…Como que quieren hacer «mosca» por aquí cerca y, no son «popoceras» ni «carga barros»...—agregó el hombre. 
Desde pequeño su abuelo José Isabel, le había inculcado el modo de cosechar la miel, instalando colmenas en grandes calabazos. 
Como una fugaz ilusión, recordó las enseñanzas de su abuelo: 
—Juancho, mijo, ten  presente que la mejor medicina para la anemia, úlcera en el estómago y la desnutrición en los muchachos, es la miel de abejas. 
Se la das en ayunas, mezclas en una taza la leche caliente con una cucharadita de miel. 
Sirve también para erradicar los sabañones perniciosos, para ello, debes mezclar una cucharada de miel con igual cantidad de glicerina, una clara de huevo criollo y un poco de harina de trigo, hasta formar una pasta blanda. 
Ya preparada la pasta, se lava la parte afectada con jabón y agua caliente, la que pueda soportar el enfermo, se seca bien con un paño limpio y luego se aplica el engrudo. 
Bastará una sola untada para acabar con el sabañón más avezado. 
Juan Lorenzo por tradición familiar, mantenía sus grandes calabazos para avispas criollas al alcance de la mano. 
Los colgaba en el alar del rancho, debajo de un viejo tamarindo, tupido de mierda de pajarito. 
Recordó el día que salió con tres calabazos vacíos hacia el arroyo La Ceja, y bajando el cauce, más allá de El Peñón, en una enmarañada bola de monte, en el hueco corpulento de un caracolí, se topó con una «mosca» y luego de ardua tarea y cuidado especial había conseguido llenar los calabazos con pedazos de panales. 
Ahora Juan Lorenzo, al contemplar el negro enjambre cual tupido racimo de brillantes uvas, le pica la curiosidad anhelando ver rebosantes de miel los calabazos, así que en un santiamén agarra del alar los tres bangaños, con sigilo y precaución, casi sin respirar y demostrar miedo alguno, pues sabía que el temor hace sudar al hombre, alborotando, en cambio, a las abejas volviéndolas agresivas. 
Cerca de la rama atestada de avispas, colgó los calabazos y se retiró con cautela hacia el rancho de la cocina, donde se encontraba Lola Zafra, su mujer, bajando la olla del café y colocando sobre los bindes el caldero para cocer la yuca del desayuno. 
Por entre las rendijas de la cerca despañotada, observaba en silencio los calabazos y el tupido montón de negras abejas. 
En un espabilar se percató que las avispas fueron rodeando los calabazos, a la vez que dejaban caer al suelo algo que el campesino creyó serían excrementos o desperdicios.  
Al poco rato las abejas habían desaparecido, no así el zumbido monótono, por lo que consideró que las avispas se habían metido en los calabazos. Con tapones de madera se acercó a los recipientes tapándolos uno a uno. Los dejó en la rama del mamón al percibir una brisita juguetona.
Al sentir en las abarcas algo pegajoso, cayó en la cuenta que los  supuestos excrementos o desperdicios en el suelo, eran los cuerpos sin abdomen de las abejas criollas regadas ahora en el piso arenoso. 
Le causó pesadumbre pero no dijo nada a su esposa, quien en esos momentos le ofrecía una humeante taza de tinto endulzado con panela. Sazonado con algunas gotas de anisado, que tomaba en las mañanas para mantener la voz clara y fortalecer la garganta. 
Luego de beber la infusión ensilló la burra prieta cachara, acomodó los barriles y apoyándose en el fuerte garabato de guayacán, se montó en las angarillas, cruzó las piernas sobre el pescuezo del animal y se dirigió a la represa de Los Almanza, a buscar el viaje de agua para trastear. 
En esta represa el pueblo de Don Alonso, iba a  buscar el agua. 
Y nadie se bañaba, no porque fuera prohibido, sino porque existía una vieja babilla mona y veterana, de la que decían «mordía hasta por debajo del agua». 
Muy brava era la vieja mona, se votaba a la orilla, cuando oía el, «Glu...glu...glu...», producto del agua al entrar en los barriles. 
Los arreadores tenían que llenar los barriles encima de los burros a totuma, con balde o lata, pues le temían a la vieja babilla mona cebada.
La mujer de Juan Alonso había bajado del fogón el caldero de la yuca y afortunadamente  se encontraba en la tienda de Goyo, comprando media tabla de panela para endulzar el café de leche; afortunadamente, pues la brisa fuerte que soplaba del Morrosquillo desenganchó uno de los calabazos de las avispas que se dispararon rabiosas contra «Limber», que por estar atado corría para todos lados gimiendo por los aguijonazos de las avispas africanas. 
Al ver el sofoco del perro, Juan Lorenzo se tiró de la burra y corrió hacia el cuarto, donde tenía la amolada rula en la cubierta, la desenfundó y salió a socorrer a «Limber». 
De un solo tajo cortó la cabuya que sujetaba al perro y regresó de prisa a guarecerse de las abejas. 
«Limber» salió dando alaridos para la cola del patio. 
Se revolcaba, se paraba, volvía a correr, se tiraba al suelo dando vueltas y las abejas arremolinadas, detrás. 
Al fin se paró con dirección al pozo, Juan Lorenzo divisó que el enjambre en remolino ascendía hacia las nubes, yéndose a gran velocidad por los lados de Sampués. 
Juan Lorenzo comprobó que no hubiera avispas revoloteando por los alrededores, salió del cuarto y  bajó la carga de agua de la burra prieta. Mientras vaciaba los barriles pensó: 
—Menos mal que no tropezaron a la burra en el callejón, si no, yo les hubiera echado un cuento. 
Ya había bajado el último barril de la tinajera, cuando su mujer entró al cuarto de regreso de la tienda de Goyo:
—Oh Juancho, anoche como llegaste tarde—argumentó indiferente y desprevenida la mujer—Se me olvidó decirte, que ayer a mediodía, en el momento de estar enterrando en el cementerio a Carmenza Nobles, las africanas que estaban retozando en una bóveda bajo el árbol de santa cruz, por la bulla de los acompa­ñantes, se embravecieron e hicieron correr a todo el mundo. 
¡Y si supieras que en tal desbarajuste se ensañaron hasta con el pobre inválido de Chelo Reyes, que imagínate, lo hicieron levantarse y salir corriendo detrás de la estampida con dirección al pueblo! 
Cayó desmayado en la plaza en frente de la iglesia. 
—¿Cómo va a ser eso?—exclamó extrañado Juan Lorenzo. 
—Entonces son avispas africanas las desgraciadas—continuó estupefacto el campesino— Ave María purísima... y yo que las mantengo encerrada en los calabazos; con razón asesinaron a las criollas, quitándoles el vientre...Pero ya verán las sinvergüenzas. 
—¿Y qué vas hacer, mijo?—dijo Lola a su esposo. 
—Ya sabrán las malditas dónde pisó cañahuate. 
Se dirigió con cuidado a la rama de mamón, desenganchó los calabazos y con los brazos extendidos, sin tambalearlos, caminó ligero hacia la represa de Los Almanza. 
Al llegar al lugar se dio cuenta que «Limber» se hallaba en la orilla, gimiendo de dolor, pero apenas vio a su amo sin salirse de la represa empezó a golpear el agua con el rabo. 
En el barranco arcilloso, Juan Lorenzo ató a cada calabazo un pedazo de piedra y los arrojó hacia el centro de la represa. 
Observó que iban borboteando burbujitas a medida que se hundían en la represa.
Al poco rato se dio cuenta que las aguas empezaban a agitarse, arremolinándose como si alguien estuviese pataleando. La lucha duró poco, pues al cabo rato emergió la Vieja babilla Mona Cebada y chapoteando iracunda salió a la orilla, se trepó con dificultad por el barranco resbaladizo y se lanzó a un espeso pajonal, seguida de cerca por el remolino agresivo de las avispas. 
Al darse cuenta de esto «Limber», que meneaba el rabo alegremente, salió en bola de fuego y corrió hacia Juan Lorenzo, quien caminando a pasos largos regresaba a la casa, traqueando un dedo de la mano derecha al pasarlo con fuerza sobre el pulgar: 
—Siuma...siuma...siuma, «Limber»….   
— Vean lo que son las cosas: sólo las africanas pudieron sacar a la Vieja Mona de su cebadero. Lo que no pudieron hacer los muchachos con sus caucheras, lo consiguieron las puñeteras africanas—comentó irónicamente el hombre.
  

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