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viernes, 25 de julio de 2014

ENTRE LOS LABERINTOS DE CHAMBACÚ

"PACHO MI COMPAÑERO DE BARRIO Y LA IMPRONTA DE UNA GENERACIÓN…"
          Por Juan V Gutiérrez Magallanes 
CHAMBACÚ, AÚN PERVIVE EN LA MEMORIA
Ayer lo mataron, era el nieto de mi compañero de juegos, comencé a recordar de cuando teníamos aproximadamente diez años, corríamos con la libertad que brindaban los playones dejados por la comunidad y que el barrio trazaba a su antojo; teníamos la esperanza de lo infinito, porque la vida se nos mostraba como el hilo del barrilete que siempre elevábamos y nunca podíamos recobrar, hacía parte de nuestras ilusiones. 
Nos iniciamos en la Escuela de bancos de la seño Ismenia en la Calle del Lago, una calle recta, quizás la única donde la bola de caucho corría sin encontrar contención.

Pero allí estaba la Escuela, donde las lecciones se daban con mucha tenacidad para alcanzar «el deletreo» y lograr la anhelada «lectura de corrido», todo esto parece que iba en contra de nuestros deseos, no queríamos amarrarnos a los bancos de la Escuela.

Pasado un determinado tiempo, comencé a sentir la necesidad de permanecer en aquella casa de recitadas lecciones, con el dolor por mi compañero optando por permanecer en el olvido de las lecciones deletreadas.

¡No volvió a la escuela de la seño Ismenia!

Él trazó su camino, siguió buscando lo que no exigiera estudios ni «meterle mucha mente», no quería saber nada del «silabeo» ni la «lectura de corrido», miraba como única salida el alistarse en el Ejército Nacional y, así vestir uniforme de soldado con fusil al hombro y transformar aquellas películas que había visto en el «Teatro Variedades» de Torices, donde sus sueños de niño chambaculero se habían quedado truncados.

Allá en el Ejército Nacional anduvo como hombre libre, con la esperanza de retornar a la vida civil y mostrarse como reservista con libreta militar de primera clase, y trabajar con la facilidad que no le permitía el poco estudio adquirido en la infancia. No había aprendido lecciones mayores, poco sabía, y le era difícil sostenerse en la línea recta que reclama la vida.

Unas veces se torcía por las circunstancias y los golpes de quienes preservan el «orden», caían sobre su humanidad y lo dejaban con la amargura del reservista frustrado con libreta de primera clase.

Pacho, mi compañero de barrio, entre los tantos vericuetos en que anduvo, llegó a formar una familia y vinieron los hijos, caminantes y seguidores de la impronta del padre: cantadores, voceadores de los números de la lotería, eran hombres pregoneros de ilusiones. Para quienes lo único que importaba era la noche, a la espera de la salida del número de la lotería inscrito en la lápida de algún compañero muerto.



CHAMBACÚ: CORRAL DE NEGROS

A Pacho «Salsa» no lo mataron el mismo día, su muerte se fue acumulando como los charcos que se formaban a la bajada de la Loma del Vidrio, los golpes sobre él se hicieron más frecuentes, «los guardadores del bien ajeno» no lo dejaban transitar con la libertad que tuvimos cuando niños en Chambacú. Le pusieron el «inri» de «vida informal» y fueron diezmando su vida.

Cuando ya su cuerpo dejó de luchar, finalmente sucumbió y quedaron sus hijos caminando por la misma acera, unas veces brincando para no enlodarse con las aguas sucias empozadas, otras veces tocados por los golpes de la vida.

Además en los descendientes de el «Salsa», se conjugaron factores hereditarios, tales como la propensión a la depresión y el abandono por la escasez de recursos para una vida digna, salieron a la calle al «rebusque», y la suerte parece que los había marcado con una lotería cuyo número nunca fue el que ellos apostaron. 
Uno de los hijos de mi compañero, Pacho «Salsa», el penúltimo, saltó a la calle a muy temprana edad, y ésta fue su escuela, aprendió sólo a vivir el presente, sin estar preparado para responder a los retos de la vida. Fecundó y fue prolífero en sus descendientes, muy a pesar de los zigzag del camino, llevaba la vida con los trazos de la moral del mal cuento de «papaya puesta papaya tumbada».

Un día en que las cosas se tornaron difíciles para el que sueña con la vida fácil, sin aportar nada, sus pasos fueron marcados por el «guardador del orden» y el «vigilante de las cosas ajenas». Una bala tumbó la vida del hijo de el «Salsa».

Había corrido igual suerte a la del padre.

Pasó el tiempo y las semillas diseminadas por las cópulas del hijo de el «Salsa», engendraron nietos en las calles de uno de los barrios construidos por la «Diáspora de los Chambaculeros».

Aquellos muchachos crecieron, algunos marcados por el gen de la depresión, otros por el síndrome de la búsqueda de novedades que implicaran grandes riesgos, dentro de estos estaba aquel, ese que conocí, como nieto de mi compañero de infancia, al cual siempre le insistí, que las cosas tienen partes buenas y partes malas, que la vida no nos da las cosas de manera gratis, que para poder vivir como hombres de bien debíamos estudiar.

Unas veces seguía el camino trazado por las palabras del maestro y las de su madre, ella siempre recordándole la tragedia del padre y de su abuelo, le hablaba con presentimientos de la tragedia, eran voces que no tenían receptividad en el camino del muchacho.

«El sonrisa», era el remoquete del nieto de mi compañero. Ahora, era yo su maestro, quien lo invitaba a clases, aunque mostrara apatía y su silla quedara vacía por el vuelo de blanqueo que hacía, porque la Escuela lo llamaba a las normas, que si las escuchaba, le servirían para construir un mañana.

Pero se alejó de la Escuela y algunas veces nos veíamos como viejos amigos, en los recuerdos de la lealtad de mi compañero de infancia. Más los ruidos de una champeta interminable y las aguas de la violencia que fluyen sin la contención de los humanos, quedó suelta, libre y al garete en medio del duro golpe; cuando una mano que jugaba a la muerte, asestó la filosa manca, arma de punta acerosa, que puso punto final a la línea de «El Sonrisa», nieto de mi compañero de juego en el laberinto de Chambacú.

Volví a develar el manto de los recuerdos: «El Sofro», era delgado con buena estampa para hacer guante con cualquiera de los «abrebocas» que abundaban en el barrio, entre ellos Pambelé, pero el «Sofro» nunca quiso exponer su cara de ángel bueno a los toques del guante de boxeo.

Prefirió ir a la plaza de mercado de Getsemaní, al rebusque, un encuentro que tenía dos caras, entre estas, había una que marcaba la dureza de la vida, por la que transitaba con sus movimientos de ágil pasador de golpes. Y un día mi compañero «El Sofro», cruzó una línea de difícil acceso, donde se encontró con una bala que se cruzó en su trayectoria.

«Juanchú», «el Ñato», «el Mamao», «el Ñé», «el Manco», «el Mello», «el Manopeyo», «el Venao Caraballo», todos cruzaron las calles zigzagueantes de Chambacú, eran ágiles para «la libertad» y la «bolita de caucho», raspaban con sus manos, la tierra vidriosa de la famosa Loma, para recoger una bola y hacer un out como buenos beisbolistas.

Alguna vez en su vida quizás pensaron que la ganancia del billete de la lotería estaba en la práctica del boxeo, sin embargo, a muchos la realidad les mostró algo diferente, a excepción de «Manopeyo» y el «Venao Caraballo», quienes manejaban con destreza natural los movimientos de sus piernas y cinturas para permitirles alcanzar con sus nombres las marquesinas de los monumentos del boxeo.

Los de aquella generación cuando nos encontramos, comenzamos a saborear los tiempos de libertad en la infancia, transcurrida en las calles pantanosa de Chambacú, donde la bolita de caucho podía correr sin encontrar contención, como eran los sueños generados por las películas mexicanas, que nos sumían en unos deseos de mayor libertad, para vencer luego las estrecheces económicas, que después de todo «las sublimábamos con la libertad de movimientos en aquellos terrenos y la facilidad de la pesca en el Caño de Juan Angola»

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