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viernes, 15 de julio de 2022

#historiasdeanimales

DE UNO Y OTRO EXTRAVÍO

Por Gilberto García Mercado


En más de cincuenta años muchas son las mascotas que pasan por la vida de alguien. Y mientras el autobús devora el pavimento, muchas de ellas se vienen a la memoria, cada cual con su particular dosis de alegría y dolor. Primero estaba el sendero poblado de eucaliptos, desde donde la maestra, Larisa, bella y radiante, con sus curvas presionadas sutilmente por la blusa azul marina y su jean un poco ajustado, ponía toda su dedicación y empeño para que sus alumnos disfrutaran, con cada pincelada que Dios había dado al crear aquel cuadro tan especial y lejos de las banalidades y egocentrismo de los hombres.

Y segundo estaban aquellas cabañas en las cuales se asomaban algunos rostros de ancianos apacibles, cuyas vestiduras y barbas enmarañadas daban la impresión que eran monjes de alguna orden secreta, pero guardando las bondades y justas proporciones de los santos del señor.

Hace más de cincuenta años, todo era perfecto. El viajero iniciaba su travesía por aquellos senderos exuberantes con la firme convicción que al final de su recorrido alguien lo esperaba con una sonrisa o un abrazo cariñosos.

Y en el fondo, en el traspatio de la casa del señor Ortega, Muñeco, el noble perro, y Sultán, el gato bonachón, junto con El Hablador, el loro dicharachero, iniciaban una alegre algarabía cuando alguno de los viajeros del autobús de las dos de la tarde visitaba al señor Ortega en busca de una medicina o consejo que derivara de aquella plantación muy bien cuidada por el curandero.

A Larisa la vimos sucumbir ante los tres guardianes del señor Ortega. Se tomó muchas fotografías con Muñeco, Sultán y El Hablador, y a cada alumno presentó en su traducción engorrosa las bondades y maldades de aquellos personajes vestidos de olor a campo.

Siempre que visitábamos el sendero poblado de eucaliptos, ocurría, luego de hartarnos con mangos y naranjas y de reír contagiados por la explosiva carcajada de la maestra Larisa, con sus bromas a los animales y los pellizcos a sus críos, que el tiempo ni el dolor existían en aquella región de nuestra infancia. Tan solo escuchábamos las palabras bondadosas del señor Ortega que comentaba que sus plantas medicinales curaban el dolor y la infelicidad.

Nuestra generación fue feliz en aquella vereda, lejos de los avances y el desarrollo de las grandes ciudades. Larisa al final se casó con un hijo del señor Ortega, Muñeco, Sultán y El Hablador se convirtieron en príncipes de aquel reino. De la noche a la mañana, el escritor de ese submundo se tuvo que trasladar a escribir otras fábulas y novelas en otras ciudades y atmósferas, por más que me resistí, abandoné aquellos senderos de eucaliptos y me perdí a la voracidad de las novelas de afuera.

Ahora, mientras el autobús devora el pavimento, veo a Larisa riendo a carcajadas. ¡Nunca había visto felicidad alguna en el rostro de una mujer! El tiempo tiene la virtud de depositarme enfrente de mis ojos, en estos cincuenta años, aquellos recuerdos de la infancia mientras el autobús avanza. Veo a Muñeco, Sultán y El Hablador, intemporales, desprendiendo de la piel un brillo tenue, es quizás, el aura de los santos…

—¡Viajeros de Bello Horizonte, llegamos a destino! —grita el ayudante del conductor sacándome de mi grande abstracción.

Y desciendo del vehículo, el dolor en mis articulaciones, la dificultad al respirar, el ardor en los ojos a pesar de los espejuelos me hace recordar el trauma de la vejez que ha irrumpido de repente y hace que cuestione y ponga en duda mi existencia. Mientras el vehículo bramaba por esas carreteras de Dios, llegué a pensar que la vejez ni el tiempo existían. Vi tan alegre y radiante, a Larisa—sus mejillas rebosantes de juventud—a Muñeco, Sultán, y El Hablador, que me sentí joven. Pero no. Acepto el profundo dolor de que todo pasó, ya no hay senderos de eucaliptos, Bello Horizonte ha sido transformado por grandes y fuertes edificaciones de cemento, ¡nada queda de aquellas albricias de la infancia!

—¿Dónde vive el señor Ortega? —pregunto sin querer, nadie me da razón. Me quedan viendo como un bicho raro…

—Busco a la vieja Larisa—me arriesgo otra vez a preguntar…

Frente a mí, una carretera se pierde a lo lejos. Quisiera que mis ojos pudieran ver al final de ese sendero embrutecido de asfalto, al Bello Horizonte de mi infancia. Verme conducir por las frágiles y tiernas manos de Larisa por esos senderos de eucaliptos. Pero no. No hay veredas, ni cabañas, ni animales. Me asusta terriblemente el vacío de los recuerdos. Unas lágrimas resbalan por mis mejillas, cuántas generaciones de animales habrán pasado desde que me marché de aquí. Hasta el cielo parece otro, envejecido por tormentas y nubarrones, truenos y centellas encienden la tarde. Un ciclo se cierra sobre una generación de hombres insensibles y fatuos. Quiero escapar de esta maldición, en la cual nacemos, crecemos y finalmente morimos. Si existe alguna oportunidad para la humanidad, al Dios Todopoderoso, clamaría. Que me permita seguir viviendo en ese sendero de eucaliptos, para correr agarrados de la mano de la eterna maestra Larisa, la tierna mujer que hizo de mi infancia una alegría de todos los colores.
Gilberto García Mercado
Es muy de noche cuando abordo el último vehículo que me regresará a la civilización. En el recorrido creo ver sombras que persiguen el autobús. En la distancia, el rostro de la profesora Larisa me dice adiós, Muñeco, Sultán y El Hablador viajan con ella en la brisa, son espectros que están aquí o en ninguna parte. Quizás nunca existieron, acaso este sea un sueño del cual despertaré mañana, como un relato de un viejo libro de fábulas. Me veo en alguna parte bajando del autobús, en el lugar hay un sendero de eucaliptos, una mujer muy hermosa guía a un grupo de niños que juegan con un loro, un gato y un perro. La mujer se ríe con total libertad y donaire. Creo conocerla de alguna parte, pero no sé de dónde.

 


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