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domingo, 23 de enero de 2022

Conversaciones En Los Caminos

«TAN ALTO Y ALTIVO QUE SE VE, Y ES BAGAZO POR DENTRO»

A Carmen González de Lacouture, en su cumpleaños, y por el don de servirle a la gente, a los árboles, y a los nidos donde duermen los pájaros más desamparados.

Por Ever Soto

He trepado este árbol, remozado de los años juveniles, con la fuerza y la lucidez de esa época, mis uñas se incrustaron en su corteza, en su piel verdosa, y los pies se afirmaron en su vientre, en la medida que centímetro a centímetro ascendía su tronco, miraba arriba y sus matorrales me incitaban a continuar. En la mitad del recorrido se endureció la prueba, el estómago se le ensancha con astucia para guardar los quejidos de un mundo que pasa desapercibido por sus raíces, escupe sus miserias y se le estrangulan sus pecados. Él se ríe, le comenta a los pájaros, arman una fiesta, las hojas y las plumas arrastradas por el viento forman una sinfonía trashumante que le roba el pensamiento a la humanidad.

Mi carga es ligera, liviana, a la espalda lo único que llevo amarrado es un autorretrato, que por querer eliminar borrascas de mi pasado se me dio por pintar (no tengo ese don y admiro a quienes lo ejercen) quiero que sea él quién lo despedace y rasgue con su altura de aeroplano que no quiere aterrizar porque ráfagas de metralleta lo quieren derribar. Los trazos utilizados demarcan en sus contornos, los inicios de una vida solitaria, envuelta en delirios: «de que un camino cuando se separa de otro es para borrar las huellas maltratadas por los recuerdos». Andando sin muletas por escarpados senderos, libre como las aves que huyen de la tempestad que se avecina, y reposan en altos riscos que las protegen del temporal, saben que no hay carpas a cielo despejado que den seguridad, la única es el empuje del corazón, que se desabrocha de ternura porque acaba de salir el sol.

Logro prenderme de la primera rama que está a mi alcance, ella se ha estirado un poco hacía mí, tendiéndome sus brazos, quiere que conozca su familia, en especial al mayor, al padrote, el que la sostiene a ella, y a lo curtido de sus raíces ancestrales. Me olvido de la fatiga que atolondra mis músculos, acá arriba no se siente miedo, puedo mirar el horizonte sin resabios de querer todas las riquezas que están al alcance de mi vista; por la avaricia puedo dar traspié y resbalar, es el engendro que domina el pensamiento y oscurece la lealtad del hombre. Coloco y abro las piernas en una horqueta que se forma a la altura de sus oídos, nos miramos y siento que es feliz por el arresto valiente de ascenderlo, y así conversar de las enredaderas de nuestros destinos, que han estado sumidos por esquivos silencios, en esos periplos, el amor estuvo abierto en la palma de la mano, sonriente, esperando soltar las palabras que estaban atascadas en los dientes de la timidez, y que no fuimos capaz de pronunciar, por ello, perdimos, y por partida doble.

Hemos conversado de lo deseado y lo esperado. Lo primero: es querer recobrar el tiempo, y, sí es del caso detenerlo, empequeñecerlo, apretarlo, estrujarlo, y encajarlo en el fondo de una botella para darle libertad cuando lo desees; con fuerza el sacacorchos sacará las ilusiones para sentirse como el niño que juega en un parque, y se resiste con pataletas, volver a casa porque las horas de diversión terminaron.

Mira el lienzo y lo esculca de pies a cabeza, se fija en el rostro, me reprocha con un gesto melancólico, al notar unos ojos bribones que despiden un brillo pícaro, el cual siempre estuvo ausente de mi realidad adolescente. Indignado me dice: «has querido suplir las pizcas de acné que te martirizaban por una apariencia en la mirada más fina, más elocuente, para desplazar ante los demás las manchas que te hacían esconder en los rincones de tu mente. La belleza no está en esconder lo real, ir a las escondidas al espejo y destriparte unas espinillas, para esperar que las señas del rostro desaparezcan al lavarte con agua y jabón. Son tus acciones las que demuelen el parecer de las personas que dudan de lo que estás hecho, y no es otra cosa que corazón e imaginación».

Lo esperado: es incierto, me susurra pensativo: «uno sabe cuándo mueren los seres amados y los amigos sinceros, pero no tiene localización de la fecha que le toque a uno, para rayarla en el almanaque, y, entonces, actuar como un tahúr para esconderlo detrás de la puerta más apartada de la casa. No obstante, es de creencia mítica creer que el tiempo de los muertos pasa más rápido que el de los vivos, ello es con el fin de tenerlos siempre cerca del pensamiento, y no lejanos como las estrellas, de esta forma amoblamos las lágrimas en los parpados para que no sean tan saladas» 
Con el chasquido de sus ramas y hojas que se ensortijan para formar un sonido espeso que se confunde con la brisa de la tarde, piensa: «he durado todo este tiempo (varias décadas) por no ser de madera comercial, los cazadores de árboles cuando pasan me madrean, y se comentan entre ellos: tan alto y altivo que se ve, y es bagazo por dentro, si fuera madera de corazón macizo le daríamos la bienvenida en los aserríos. Lo que no entienden es que soy refugio de sombra dulce para abrigar al que se gana el día de trabajo con el sudor de su frente, que llamo a la lluvia para acariciar pastizales resecos, y reverdezcan para el alivio de todas las especies, que estas ramas que se desprenden de mi tronco protegen los cultivos de pan coger de mis vecinos, y lo más importante: produzco a borbotones el oxígeno que necesitamos para vivir».

Al final, cuando se va agotando el tiempo, y sabe que me tengo que marchar, recalca: «llegaste, y, ya te vas, quédate hasta el atardecer para presentarte unos amigos que son huéspedes de equipaje sencillo, pero de aletear esplendoroso, lo único que cargan en los picos son basuritas para construir sus nidos». Sonríe, porque accedo a su petición. Continúa con serenidad y sin ningún quebranto: «no importa cómo pronuncien mi nombre: Volao o Bolao, aunque pueden tener significados y escritura diferentes, entiendo de todos modos, el que no acepto por refinado y pedante es «Bolado», se pierde la esencia del golpe de voz regional de nuestros pueblos».

Cuando me dispongo a descender escucho el repicar de unos cantos, que irrumpen en el aire, veo salir de una mochila artesanal hecha de charamuscas secas, unos pichones de toches, que en sus pechos comienza a despuntar un color que reemplaza al sol que se acaba de ocultar. Todos sus amigos vigilan mis pasos, pendientes de lo más mínimo, me rodean y señalan las correderas arrugadas que se forman en el extenso tronco, por donde es más fácil transitar para la bajada. No se largan hasta que pongo pie firme en tierra. Entonces, comprendo que mis alucinaciones regadas por los caminos sin ningún cansancio algún día florecerán, y me descifrarán las malicias de los pájaros para aprender a volar como ellos.    

Ever Jadix Soto, Escritor

 

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