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jueves, 30 de julio de 2020

Todos Los Años Por Agosto

EL LAVADOR DE RECUERDOS

Por Gilberto García Mercado

Todos los años por agosto a mi padre le entran unas ganas irresistibles de viajar a Cartagena para solazarse con el mar. Desde que tengo conciencia, como hijo mayor de «El Clan de los Vásquez» no recuerdo que haya transcurrido un año en el cual el viejo haya dejado esta fecha de lado y, desistido de acudir religiosamente por verano a su entrañable cita con el mar.  
Él es una persona bromista todo el tiempo y nunca permanece callado sino lo suficiente. Sus casi dos metros de altura lo destacan y predisponen entre la multitud, hasta el punto que parece un ser irregular entre todos los humanos, algo así como un pájaro extraño sobre el cual no se le conoce afinidad alguna con otra ave de su especie, es decir, que el pobre tipo es único e irrepetible entre esta pléyade de aves que habitan el planeta.  
Los primeros días de agosto en que papá Jaime dejaba ver su singular alegría, una semana antes de su viaje a Cartagena, la familia ya sabía que aquellos excesos de simpatía se debían a una fecha irremplazable, solemne y, en la que nunca se sabía qué motivos propiciaban en el viejo tan particular conducta.  
—Hijo, ordenemos el sótano—decía con una voz que reflejaba su particular estado de ánimo—He de limpiar algunos objetos que siempre llevo conmigo en mis viajes.  
Entonces como si fuera un sacerdote en el sótano oficiaba la singular ceremonia. De un estante ruinoso desempolvaba un papel plástico envuelto y apretujado con cuerdas de nailon, el cual abría sobre el piso del subterráneo y, allí se aplicaba toda la mañana lavando con tal dedicación el papel plástico, como si con ello obtuviera alguna merecida recompensa hacia la eternidad.  
—Y no te olvides de las fotos—decía el hombre aparentando cierta indiferencia—Las de las dos chicas rubias, las más hermosas del grupo.  
Lo demás era contemplar en el coche montañas, valles y territorios fértiles y sórdidos algunas veces, hasta que por fin el vehículo hacía su entrada triunfante en la ciudad. Recuerdo que en las tres horas que duraba el recorrido, mamá había permanecido en silencio, como si su presencia en la vida de don Jaime no significara nada y, él simplemente fuera un extraño en ese ámbito de un Renault cuatro.  
—Simona, ¿por qué papá nunca falta un trece de agosto a su cita sagrada con el mar?—le preguntó Melissa, una de mis hermanas menores a mamá— ¿Qué hay tras de todo este despliegue de sábanas plásticas, sillas y fotos viejas tan de repente?  
Ni el padre ni la madre que la habían escuchado dijeron nada al respecto… 
Ahora en la playa se ha puesto en escena la función tanto esperada por el viejo. Con una devoción enfermiza papá afirma sus pasos como si la tierra no fuera confiable y en algún momento se pudiera resquebrajar por su peso y, entonces él se precipitara hacia la otra dimensión en dónde por siempre estaría perdido. Cuando ya recobrada la confianza gracias a su introspección, mira abriendo desmesurados sus ojos el cielo de este verano inmarcesible y, como pidiéndole permiso a una divinidad escondida en los cielos, eleva con las manos un beso a las alturas mientras grita:  
—Bienvenido agosto 13 a nuestras vidas. Nada será tan importante como la presencia de don Jaime en estas playas de mi juventud… 
Tal parece que en las anteriores palabras hubiera empleado alguna secreta energía que lo dejara exhausto, va recobrando la fuerza con lentitud, como si fuera un bebé al cual hay que ayudar a levantar mientras se repone del esfuerzo.  
— ¿Qué es lo que le pasa al viejo?—digo preocupado por el extraño desfallecimiento que ha amenazado con derribar a papá de bruces contra el suelo— ¿Tú sabes algo, madre?  
Simona no dice nada. Simula no haber escuchado mis palabras y ni siquiera ante aquellas aguas cristalinas de la bahía se despierta en ella algún urdido deseo de bañarse en las playas de Boca Grande o el Laguito.  
Pienso que tan solo basta un día en la vida, un absurdo día en muchos años, como este en el que el sol incandescente nos recuerda nuestra total fragilidad, lo inerme que estamos ante este mar furioso y tumultuoso en la distancia, allá en altamar, para que se descubra que no por haberse levantado y crecido veinte o treinta años, entre una familia que quizás algunos imaginen perfecta, necesariamente se llegue a conocer a plenitud a un padre o a una madre.  
Por lo pronto papá Jaime recuperado de su desmayo vuelve sobre lo que lo ha mantenido con vigor y optimismo irreconocibles cinco o seis días antes de este viaje a Cartagena de Indias. Ha desplegado el enorme papel plástico debajo de una palmera, ha colocado dos o tres sillas y, en una mesa ha colocado las fotos en sus marcos de las dos chicas rubias. 
        
Gilberto García Mercado, Editor         
En la mecedora en que se sienta se abandona al dulce sopor del trópico, la brisa que de tanto en tanto le llega de arrebato, me advierte que soy carne, piel y hueso de ese pobre viejo que es papá. Entonces soy sangre y arteria, oxígeno que viaja por sus pulmones, soy la retina que contempla el gran secreto de don Jaime Vásquez, amó tanto a aquellas dos chiquillas que por eso es que Simona se hace la indiferente cuando la verdad lo que quiere es gritar.  
Como hijo mayor de los Vásquez a mí me corresponde continuar con el legado de lo que ya algunos han calificado la extraña ceremonia de papá. Llegará el tiempo en que comience a parecerme a él, con una Simona envejecida y un papá contento de que lo entierren al lado de las dos chicas rubias. Ahora entiendo la conducta del viejo, sé por lo que ha debido pasar Simona, una vida de sacrificios por una familia sin amor y sin un esposo a lo largo de toda una vida.  
Imagen de andry noviandi en Pixabay 


  

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