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lunes, 24 de junio de 2019

El oficio de escribir es incierto. Leo mucho y, me asombra mi estilo.


EL PARAÍSO ES PARA SIEMPRE 

Por Gilberto García Mercado

«No sé hasta cuando toleraremos esta situación. Los bombillos de las casas se los roban y, los ladrones los venden unas calles más arriba sólo para comprar un poco de cannabis. Ayer, mientras caía una lluvia menuda, el coche de Alabama Mensajería se atolló y, el Leo junto con sus secuaces, sometieron al conductor y a su ayudante.  
—En un dos por tres saquearon el furgón— expresó un transeúnte.  
Y uno tiene que quedarse callado. «Usted no sabe ni vio nada», me dijo el Leo. Y así continúa la vida en El Paraíso, donde hay que caminar con cautela, (y ser amigos de todo el mundo y de nadie) y, pasar muchas veces por marica—cuando te piden cien pesos para la hierba—y, otras por valiente, cuando ellos se quieren confabular. Y sólo entonces, cuando adviertan la premura con que llevas la mano a la cintura, como si portaras un arma, te dejarán en paz, sólo entonces...  
En los intervalos, los vecinos han ido enrejando sus casas. Los postigos permanecen echados la mayor parte del día. Una vez vi gente agolpada en una esquina pero uno no debe apresurarse. Pues quizás se trate de una pelea y, si te acercas demasiado podrías ser invitado a tu propio entierro: Una bala loca puede alojarse en tu cabeza. O en la confusión, recibir, la cuchillada mortal.  
Veo en los rostros de la gente alguna contrariedad. Es como si el invierno me hubiera confinado en un refugio, y a ellos no les quedara más que especular: «Es un estudioso. Debe de ser un doctor». Y yo ni lo uno ni lo otro, sólo que se me acaba de alborotar la obsesión por escribir.  
La buena de la señora Valerie—quien vive en un extremo de la calle—se ha cansado de colocar, otro farol en el poste de madera. «He colocado como ochenta», comenta al día siguiente tras comprobar que se han vuelto a robar el farol, «No sé qué vamos a hacer».  
Una incertidumbre ronda apenas los noticieros y periódicos abren sus emisiones con, «otra muerte, en El Paraíso...»  
Y los taxis no se aventuran a rodar por sus calles… «Te conduzco hasta la entrada...», manifiestan los conductores. «Ni por todo el oro del mundo te llevaría a El Paraíso». Una vez en la entrada, mientras el viajero desanda el camino, los delincuentes lo contemplarán de arriba abajo.  
«Pero no todo está perdido», me dije un día. La localidad estaba de fiesta. Y los pick-ups estremecían las casas con sus altoparlantes. Es que el Señor Presidente vendría por la tarde a conocer a El Paraíso. Todo se le revelaría al ilustre visitante. «Sí, Señor Presidente», le diría el vocero de la Junta Comunal, «Este es un barrio pobre y olvidado». Y el Señor Presidente bajaría de su coche blindado. Agitaría la mano derecha saludando a sus vasallos, sonriendo aquí y allá, salpicando sus finos zapatos en los charcos de las alcantarillas de la Calle Principal… 
—Vas mejorando el estilo–agrega el Crítico, (él es el sol y, los demás, planetas a la deriva...)  
— ¿Algún día me ganaré un Concurso?—pregunto al Crítico.  
—Sí, algún día triunfarás...–asegura el experto.  
Observo que los jóvenes no se desprenden ni un segundo de la cannabis sativa. En cambio, yo me desvivo por acudir a la biblioteca y leer a Ernest Hemingway. Hay que mantener en el bolsillo un cuaderno de apuntes. Escribir en el ordenador antes que la inspiración se desvanezca. Como había escrito crónicas para el diario local, indagando en felicidades e infortunios, soñaba en los ratos de ocio con transformarme en superhéroe, y borrar a El Paraíso del mapa. Vivía su pobreza, rabiaba por los desafueros. Quería ser supermán y, en los desalmados, desarraigarles la maldad.  
Porque ellos a cualquier hora están liando y fumando sus porros...  
—No podrás seguir estudiando—me dijo padre un día de visita en la ciudad—Los negocios empeoran y es mejor no hacerse ilusiones. 
No tardé mucho en experimentar la triste realidad, pero no lo pensaría dos veces: dejaría el colegio y me dedicaría a escribir. Así que un poco atribulado pensé en la subsistencia diaria de los pobres, «a veces esta es producto del azar», me dije sacudiendo la cabeza de un lado a otro. En la plaza de mercado puedes almorzar siempre y cuando hayas llevado sobre los hombros pesados fardos de arroz. El patrón sonriendo entonces te dirá: «Aquí tiene sus cinco mil pesos». Pero si te cobijan los días inciertos—cuando no buscan a nadie para descargar un tracto mula—vendrás a casa cabizbajo y, cuando tus vástagos manifiesten: «Papi, papi, ¿qué nos traes de comer?». A punto de llorar estarás cuando respondas: «Nada, muchachos, hoy no gané, nada…».  
Al Señor Presidente, dirán, «arregle las vías y no se vaya a olvidar de El Paraíso». Asombra que en medio de las dificultades alguien no flaquee y, en cambio, halle la ocasión para organizar una despedida de soltero. Y Eusebio Santos se casa el próximo sábado, después de haberse graduado de abogado. Marchará a la capital a iniciar su trabajo en la política.  
«Puro bla bla bla, porque apenas un pobre se enriquece, se olvida de su cuna…», va pregonando un borracho por la esquina.  
Y Eusebio Santos se marchará, y yo me someteré a la autoridad de las palabras. «Nadie es profeta en su tierra», murmura alguien en medio de la celebración.  
A fuerza de liar cigarrillos de cannabis, a los jóvenes da lo mismo esta o aquella situación. Absortos permanecen como si nada importara. Cuando ya voy un poco lejos escucho sus comentarios: «El raro también bebe. Anoche estuvo en la despedida de soltero a Eusebio Santos. El raro también…»  
Desertar del colegio tiene sus ventajas. Algunas veces voy a la biblioteca y, selecciono poesía de Neruda y cuentos de Borges. Otros días me inclino por Cortázar o Vargas Llosa. Además, observo en los Dominicales la sección de los concursos literarios, y me inclino por los que más dinero ofrezcan. He pensado que apenas gane uno regresaré al colegio. Por lo pronto haré de autodidacta, y la vocación pondrá el resto. En esas ando…  
—Tú naciste para escribir—me dice el Crítico desbordado en entusiasmo.— ¿Has leído a Kafka? Te recomiendo, «Carta al padre...»  
Quince días han pasado desde que padre se declarara en bancarrota. El oficio de escribir es incierto. Leo mucho y, me asombra mi estilo. No lo he buscado como la suma de leer a muchos escritores, sino que este ha surgido libre y espontáneo. «Hágase respetar, Carlos. No demuestre el miedo a los vagos», me dice padre cada vez que visita la ciudad.  
En un país de ciudadanos pobres, de este a oeste o de norte a sur, por donde se mire, asomarán fisonomías pobres. Entre la lluvia o el lodo el fabulista escribe. Entre la Guerra o la Paz, la Gloria o la Derrota. Las palabras en fila india marchan hacia la festividad que las convoca. Un cuento, una novela. No, no importa la pobreza, para que el escritor, contra viento y marea termine su obra.  
Una mañana de octubre don Nicolás, tocó a la puerta. Había llovido por la noche y hacía un día delicioso. Tanto había insistido el patrón a la puerta, que solté un par de carajos.  
«No moleste», volví y grité.  
«Ah, de manera que no moleste», aulló don Nicolás, «No sabe el jovencito que tiene que pagar el arriendo, y como no está trabajando, si no paga la pieza, se irá directico a la calle».  
Cuando escuché, «directico a la calle», desperté. Y entonces la orfandad y el desamparo me confinaron en un lugar desconocido. El Crítico, que me enseñaba literatura, ahora exaltado me cobraba sus honorarios. Traté de calmarme un poco pensando en papá. Al pasar por una esquina observé a un grupo de jóvenes entretenido en el humo de la cannabis sativa. Cuando ya iba un poco lejos, escuchaba las mismas voces, aquellas mismas frases que me asociaban para siempre a El Paraíso: «Ahí va el raro, pero él también bebe...»
        
                                                                        
                                  Gilberto García Mercado, Escritor                                       

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