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martes, 3 de febrero de 2015

                       «Corran, 
que están matando al loco 
Jacinto...»                 
  
 GARCÍA MÁRQUEZ Y EL ESCRITOR ANÓNIMO

Por Gilberto García M*
La vida a veces nos coloca barricadas invisibles que nos distancia de lo que queremos y que con el paso de los años se nos borra de la memoria para ganarnos el bien merecido apelativo de hombres y mujeres ingratos. 
Tal vez fue lo que me ocurrió a mí. Enamorado de mi pujante pueblo salí de su hermosa tierra un cinco de febrero de mil novecientos ochenta y dos. 
No imaginaba entonces que habrían de transcurrir casi veinte años para que  volviera a interesarme de nuevo por el pueblo. 
Y volver a sentir entonces su respiración secular despertando a media noche tras comprobar que todo estaba en calma. 
Y volver a sentir su vaho embriagante que nos despertaba de madrugada para bañarnos en el río, pues con la llegada del alba nos esperaba el colegio. 
Creo que si hubo una época de oro para mi vida, esa fue, indudablemente, la infancia y la adolescencia vividas en Fundación. 
Era ese pueblo un recodo del Magdalena, (el departamento, no el río), en donde cualquier foráneo presentaba el documento de su sonrisa, y de inmediato la vieja matrona hacía sacrificar en su honor la gallina más grande, o el pavo que más pesara. 
Y aunque el pueblo por esos años reflejaba la bonanza que da el narcotráfico, todo el mundo vivía tranquilo, y sólo nos alarmábamos cuando el señor de la esquina, pasaba, de repente, de ser un hombre humilde, a dueño de una amplia mansión o de un edificio de dos plantas. 
Entonces formulábamos preguntas sin respuestas que nos arrinconaban en el cuadrilátero de la vida. 
Cuando el árbitro detenía la pelea era porque, nosotros, estupefactos, noqueábamos a la incógnita, pues comprobábamos que al día siguiente, el muerto que conmocionaba a la población, y que había sido descubierto en una de las riberas del río, era nada más y nada menos que el señor de la esquina... 
Pero veinte años parecen nada, pero son veinte años en que la atracción que sentía por la población se fue a pique, y ahora solamente trato de armar este relato con vestigios de recuerdos, aquellos que no han sucumbido ante el latigazo del olvido. 
Me veo pequeñito con el torso desnudo, una pantaloneta desteñida, sin interior, y marchando en fila india hacia la acequia. 
Vivíamos entonces en Sampués, pero era como si viviéramos en Fundación. 
Por esos años—hace veintiuno, pues les aclaro que en mil novecientos setenta y siete vendimos la casa en Sampués y compramos en Fundación— yo me preguntaba que por qué Sampués debía de pertenecer a Aracataca si Fundación está ahí, mucho más cerquita. 
Esas inquietudes dejaron de atormentarme, desde cuando el profesor Willson Soto, Director de la Escuela Rural Mixta de Buenos Aires, otro corregimiento de Aracataca que queda al otro lado de la carretera que va para Fundación, en una ceremonia solemne nos advirtió que los alumnos del último grado de primaria deberían ser el orgullo del plantel cuando ingresáramos el año entrante a primero de bachillerato, en el Francisco de Paula Santander de Fundación. 
«Ustedes deben de sobresalir de entre los demás alumnos», dijo. 
El tiempo se encargó de curar las heridas de la melancolía. ¡No saben cómo me sentí al dejar a Sampués, pues el paso de la primaria al bachillerato coincidió con nuestro traslado al barrio El Porvenir de Fundación! 
No sé si será por mi formación, orgullo o tontería, pero soy de los hombres a quienes los prejuicios no lo dejan seguir frecuentando los mismos lugares en donde vivió por años. 
Será por cuestiones que no podría explicar o por simplemente no recordar las vicisitudes que pasábamos en Sampués, cuando un padre que se marchaba a una finca llamada El Labrador—ubicada en las proximidades de El Copey—regresaba cada mes, con su diente de oro alumbrando nuestros pesares, con el producto de su jornal, que dejaba, apenas quedándole para el pasaje de regreso, en la Tienda del Viejo Andrés Romero, quien nos fiaba los víveres, y cuando no en la Tienda de Hipólito mancilla. 
Nos enfrentamos los primeros días a un ambiente distinto. El Porvenir venía a ser un barrio diferente a Sampués.  
Nosotros lo pudimos apreciar en sus desiertos del Sahara donde el clima áspero nos hacía ver alucinaciones. 
En Sampués teníamos la bendición del río por un lado y la acequia por otro. Había árboles de almendra y robles sembrados a lo largo de sus calles. 
Pero en cambio, en El Porvenir, gozábamos de una aridez maldita. 
Para rematar era un barrio que quedaba en los suburbios del pueblo. 
A las dos de la tarde, cuando la gente en Fundación acostumbra a hacer la siesta, nadie lograba pegar los ojos atormentado por el endiablado calor. Y los burros, acosados por las moscas, se iban directo para las pozas, donde decían que salía el mohán y el hombre sin cabeza. 
Siendo yo un adolescente detesté al nuevo barrio como si Dios no hubiera hecho con su barro a los habitantes de esta pobre patria. 
Vivía añorando las aguas frescas del río y la acequia. 
Pero poco a poco nos fuimos acostumbrando a la vida que no merecíamos, pues nuestros pecados sólo se limitaron a hurtarle a los pobres ancianos el ocho de diciembre las velitas que ellos prendían en honor a la Virgen de la Inmaculada Concepción. 
«¿Qué castigos podría imputarnos Dios?», solía preguntarme a menudo. 
Pero el sudor del cuerpo terminó con la amargura, pues nos fuimos acostumbrando a él. 
¿Acaso no termina el albañil acostumbrándose a embadurnarse a cada momento de cemento, cal o yeso? 
¿Acaso el mecánico no termina en una grata y afable camaradería con los aceites e implementos de las máquinas. Y, ¿el vendedor de carne? 
Poco a poco nos fuimos acostumbrando a las  nuevas perspectivas que teníamos como nuevos marineros de aquel barco llamado Fundación. 
Poco a poco entramos a formar parte de la tripulación. Y con el tiempo nos fuimos acostumbrando al movimiento alternativo de la embarcación y a las penurias que nos producía el océano. 
Así nos fuimos olvidando de los sinsabores con que nos acogió el barrio. Nos integramos a su vida cotidiana y de un momento a otro nos contemplábamos esperando el turno en una enorme fila que teníamos que hacer para llenar aquellos recipientes con agua. 
Además de carecer de agua, la luz eléctrica era deficiente, y tuvimos que construir con rabia, porque el suelo de caliche parecía de concreto rígido, un excusado para no embarrarnos los pies de excremento humano, pues el lote de atrás, enmontado y con todo tipo de alimañas, fue convertido en una gigantesca letrina pública. 
Ahí una culebra mapaná casi le muerde las nalgas al loco Jacinto, quien al momento de bajarse el pantalón y calmar las ganas de cagar, sintió un fresquecito en el culo, tan sólo para que entonces todo el barrio terminara de despertar, pues el demente había gritado «mamá» con todas sus fuerzas. Y saliera al instante doña Ramona armada con un palo de escoba gritando que «corran, que están matando al loco Jacinto...» 
Cuatro años después yo me hallaba tan ensimismado en las lecturas de Honoré de Balzac y Charles Dickens que los días aquellos vividos en El Porvenir eran tan sólo un vago recuerdo. 
Quien viera al barrio en mil novecientos ochenta y dos tal vez no alcanzaría a imaginar que El Porvenir hubiera sido un barrio en donde uno andaba navegando en una atmósfera de calor a toda hora. 
Pero que después, a medida que fue poblándose y cambiando el panorama, se convertiría en un barrio modelo. 
Yo, quien entonces garrapateaba mis primeros relatos que mostraba a la profesora Dora de Polo, me fui convirtiendo en el alumno ejemplar en todos los cursos donde milité. 
El año anterior había concluido el cuarto de bachillerato y jamás imaginé que en el mil novecientos ochenta y dos—mientras escuchaba la radio—la noticia de ese día fuera a ser la clave para mis aspiraciones futuras: Gabo había sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura, y el influjo de la noticia había motivado en mí la voluntad férrea para seguir siempre hacia adelante, y convertirme en un escritor anónimo. 
De tal manera que fui leyendo todo lo que llegara a mis manos hasta el punto que comencé a coleccionar a los Clásicos y a los escritores contemporáneos de moda. 
Gocé en demasía aquella vida hasta el momento en que la misma se partiría en pedazos. 
Por razones que no valdría la pena comentar abandonamos a Fundación. 
Tan sólo para que ahora hayan transcurrido casi veinte años. Y las barricadas invisibles todavía continúen en mi vida. Y que no tenga pensamientos de regresar, pues no sé si será por mi formación, orgullo o tontería que lugar de donde yo me marche, casi nunca a él vuelvo a regresar. 
Centro de la ciudad de Fundación (Magdalena)
Aunque me duela mi pueblo, y me hayan dicho que el colegio donde estudié hasta cuarto de bachillerato—el Francisco de Paula Santander—ahora se halle enfrente de donde yo viví. 
Y pensar que hacía casi veinte años me quedaba tan lejos. Y pensar en la gran caminata maldiciendo a todo el mundo por el calor infernal. 
Cartagena, Noviembre de 2000
*Editor General La Calvaria Literatura 
en 4:06 p. m.   

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