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sábado, 13 de diciembre de 2014

MEMORIAS DE JOSÉ RAMON MERCADO

EL OFICIO DE ESCRITOR
«La poesía es lo único natural en mí entre tantas cosas que me abruman»
     Por José Ramón Mercado*
             (Primera Parte) 
Luego de publicar No sólo poemas en 1970, Las mismas Historias en 1972, Perros de Presa en 1978, El cielo que me tienes prometido en 1983, Agua de Alondra en 1991, Retrato del Guerrero en 1993, El Baile de los Bastardos en 1995, Árbol de levas en 1996, Agua del tiempo muerto en 1996, La noche del nocáut en el mismo año, Los días de la Ciudad, en 2004, Agua Erótica, en 2005, La casa entre los árboles, en 2006, Poemas y Canciones recurrentes en 2008 y Tratado de Soledad en 2009, confirmo, dentro de lo que podría ser una obra inicial, que todo el esfuerzo invertido hasta ahora ha estado dirigido a un reencuentro conmigo mismo. 
El lenguaje utilizado, el proceso de síntesis, el humor, la ironía, la rememoración de los guerreros americanos, los atletas vencidos, ese rubor poético que me queda en el paladar y en la memoria después de releer estos libros, es lo que me alienta para seguir escribiendo con la misma vocación de siempre y la absoluta seguridad de que sólo pretendo hacer leves retratos de personajes propios y de algunos paisajes íntimos que agonizan conmigo. 
He trajinado con la poesía por muchos años. Mi amor por la vida está allí. Lo que escribo no tiene el sentido ni la pretensión de fijar banalidades. Agua del Tiempo Muerto, por ejemplo, es un testimonio de afecto sobre algunos personajes de mi pueblo.

Sobre temas y aspectos conjugados entre la intemporalidad y el rumor que surge de la poesía. La sencillez y la ensoñación de la misma poesía bajo la posesión del estado llano del lenguaje.

He tratado de construir una poesía útil de conformidad a mi sentido estético, que calcara el espíritu de la gente humilde que evoco. Ello, de acuerdo con las corrientes interiores que nos obligan a dejar un testimonio de amor ante los amigos, ante el mundo, ante la vida. 
Es una visión íntima de ese mundo que se aparece como un fantasma en mis recuerdos. 
Instancias de ese entonces en que también vivía una época de incertidumbres y ternuras que debía matizar con el lenguaje y la imagen y la metáfora de esa época. 

La percepción intuitiva que tiene para mí la poesía y la metáfora del cuento, es total y definitiva. Es lo único que me saca en limpio más allá del amor a mi mujer, de la gratificación que siento ante el amor a mis hijos y del afecto por mis amigos. 
«Justifico la poesía aunque no me justifique la poesía». La poesía es lo que me redime. Lo que me hace comparecer ante los demás. Es mi testimonio de vida y gratitud por haber nacido en un paraje que creo que debió ser un lugar del paraíso, que estaba lleno de árboles, de pájaros, de sueños, de soledades, de amor, de animales, de cielos abiertos, de aguas vivas y de flores silvestres.
De cierta manera es un modo de reconocer que uno en la vida no está solo. Que uno va de la mano de los amigos, de los ensueños, y que ello nos obliga a tener, además, los pies bien puestos en la tierra. La poesía es lo único natural en mí entre tantas cosas que me abruman. 
Es el punto de vista preferible en mi trabajo literario. Aunque no hay punto de vista preferible en literatura, sino temas bien o mal tratados. 
No sólo mortifica mi deseo de tocar la realidad cotidiana. Me agrada expresar lo que me conmueve y lo que algunos poetas han tratado. Concebir los hechos de mi mundo. De otro modo, es el verdadero sentido del trabajo poético. No me agrada utilizar las mismas frases. No me es agradable caer en la rutina. En esos que otros llaman el lugar común. Aunque Jorge Luis Borges dice que «La verdadera metáfora es el lugar común». 
En lugar de andar por caminos trillados, prefiero tratar de hacer mi propia huella en el lodo de los días. Las cosas se pueden designar con cualquier palabra. Cualquier palabra puede ser profundamente poética. Pablo Neruda dice «No soy rector de nada, no dirijo, y por eso atesoro las equivocaciones de mi canto», en tanto que Ezra Pound advierte que «Los poetas son las antenas del mundo». 
Los poetas son los hombres que llevan el anuncio de los tiempos futuros. Nunca pensé que podría construir con las palabras formas de vida verbales que pudieran agradar a los demás. Y que a mí me renovara mi invulnerable sentido del amor por la vida. 
Una pregunta que me hago y que responde un aspecto particular de mi actitud creadora, por varias razones, es la que se relaciona con el tiempo que dedico a cada obra y los materiales que necesito, porque entre otras cosas en una ocasión, mi profesor de literatura dijo que había un escritor que fue dios, que llegó a ser inmortal aún estando vivo, que escribió un solo tomo, un solo libro que llamó Hojas de Hierba, que aquel autor se llamó Walt Withman y que había durado toda la vida escribiendo esa obra. 
Nunca creí que una obra podría tomarse tanto tiempo. Hoy ya sé cuánto cuestan los años que hemos dedicado a la literatura. 
Llego a comprobar en este sentido que la realidad supera la ficción. Esto es un lugar común. Pero es la verdad de algunos escritores. 
Se invierte todo ese tiempo en construir a veces un solo poema. En escribir un cuento. En lograr una novela. O como en el caso admirable de Walt Withman, que tan sólo escribió un libro en la vida. 
Tampoco es extraño el caso de James Joice, en que después de cincuenta años de su muerte, es cuando su obra Ulises es una página abierta a la imaginación y a la polémica por haberse prohibido su publicación en Estados Unidos y Gran Bretaña. 
O como Vincent Van Gogh, que vivió en función permanente de la pintura toda la vida y sólo alcanzó a vender un cuadro a su propio hermano. 
O como en el caso de Fernando Pessoa que después de treinta y cinco años de muerto, cuando se publica su obra, se descubre que era un poeta único en su estilo. 
Decía que «la celebridad es una plebeyez. Todo hombre que merece ser célebre sabe que no vale la pena serlo». Este es el mito o el misterio mayor de la literatura. Se consume demasiado tiempo construyendo un poema. Como también puede ser razón de un instante. Pero esto último no es fiable. Una obra literaria es una pieza de toda la vida. No exageramos. Sobre todo cuando existen compromisos de publicar en los medios editoriales. 
Por lo tanto, cada vez que encuentro mis textos, tengo oportunidad de releerlos, golpearlos, estrujarlos sobre la piedra despiadada de la rigurosidad. Como una extraña enfermedad, siempre estoy tratando de vigorizarlos. De enriquecerlos. Ciertas personas y no pocos escritores consideran que la literatura es objeto de simple inspiración. Asunto de momento. 
Y nada más riguroso en el orden de los oficios que el trabajo literario. Esto es un oficio demasiado serio. Sé que ellos se equivocan sin que esto los afecte. Creen que todo lo resuelve la inspiración. Y más aún, que el asunto de la literatura es cosa de soplar y hacer botellas. Es decir, que todo está supeditado a la acción inmediata de la inspiración, de publicar y hacerse célebre a expensas de la misma inspiración. 
Por encima de otros asuntos, la poesía debe ser testigo del tiempo. Así de este mismo modo, también debe juzgársele. 
La sentimos entrañablemente porque la construimos como oficio. 
Lo que escribo irremediablemente es concebido en forma literaria. Lo que escribo en este orden debo lograrlo con la relativa sabiduría de la vida, con la ternura que merece cada objeto, el apasionamiento pagano que brota del amor. 
Una obra literaria pienso que no es la función de un momento. Así mismo, un escritor debería ser el fruto de vivencializaciones profundas. De contradicciones cotidianas. De la suma de las alegrías. De las irreversibles derrotas. El producto de esta simbiosis es lo que creo que constituye la obra del escritor. Es en la obra literaria en donde deben sobresalir estas características. Es parte de la vida. Lo que se construye con esa sabiduría no se lo lleva el viento ocasional de los días. 
Lo esencial es que en la obra literaria hay que colocar cada palabra, cada frase, con un sentido de la intemporalidad. Una obra así, creo, no la borra el tiempo. Allí radica la razón de lo perdurable. En controversia con la imposición desmesurada del mal gusto de obras mediocres-Grand Guignol- del teatro francés y la otra literatura que se ampara a través de los mecanismos de publicidad actuales con el engañoso empaque de best-sellers. 
Lo esencial sería que en la obra literaria exista la necesidad de colocar lo que hace falta a uno mismo y a los demás. El amor o el desamor que sobra o que nos hace falta a nosotros mismos.
Otra preocupación que intuyo es la relación que surge a través del lenguaje y la valoración de lo que se puede expresar a través de la poesía o del cuento. Ante lo cual según parece, la prosa surge como una forma de narrar algunas historias o episodios, teniendo en consideración el lenguaje estético, con el cual se debe redondear cada obra sin dejar la pieza en los terrenos áridos de la anécdota. 
La literatura, en el decir de muchos, transforma la vida. La mejora. La poesía es así la esencia de la vida, es la quintaesencia del lenguaje. Es la vida elevada a la más alta dignidad del ser humano. Lo que trasciende del ser es la poesía. Lo demás son los elementos degradantes del ser. 
Cada escritor estimaría la vida en la realidad de sus personajes. Para alcanzar así y a través de ellos, el sumo grado de convencimiento que tiene para el poeta la palabra y la misma realidad. De aquí en adelante en cada poema el trabajo resulta un mundo insospechado y perfectible.


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