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domingo, 12 de octubre de 2014

JAIRO MERCADO: UN ESCRITOR DE «VERDAD VERDAD»

SOBRE EL RIESGO Y LAS VICISITUDES DE ESCRIBIR SOBRE UN HERMANO
(Parte IV)
Por José Ramón Mercado 
Ha sido pues, un privilegio de la vida, haber tenido un hermano llamado Jairo Antonio Mercado. 
Ese Jairo Antonio Mercado Romero, que había nacido en una casa a la orilla de un camino. Por donde pasaba todo. La vida y los días. Todo lo realmente maravilloso. La vida diaria despierta de todos los días. Todo lo que tenía que suceder pasaba por allí, por ese camino, frente a La Estancia del padre. 
Los días descansados. Los campesinos sin urgencias que iban hacia sus huertas, los leñadores que regresaban tiznados por las tardes. Los cazadores que regresaban con algún venado al hombro. Las comadronas que habían traído en la madrugada algún otro muchachito al mundo. 
Los baquianos que iban con el ganado hacia la Ciénaga del San Jorge en las épocas de verano…Las gentes que iban para Colosó, Chalán, Ovejas, Los Palmitos, Corozal, Morroa, Honey, La Ceiba, Don Gabriel, Salitral y todos esos parajes desparramados en la geografía de la región y los recuerdos. De tantos recuerdos difuminados en los laberintos de la memoria. 
Esta sola enunciación es ya un paisaje amplio en donde no es posible volver ni siquiera en los recuerdos sin la presencia de Jairo Antonio. 
La sola casona de «La Estancia» donde él naciera un 16 de junio de 1940, es a no dudarlo un inmenso espacio poético que ocupó para él y para todos nosotros una zona preferible, un exacto referente que siempre estará gravitando en la memoria. 
Esa fue su única zona de equilibrio suyo y nuestro. Estoy seguro de ello. Ese fue su mundo maravilloso. La naturaleza desplegada a los pies. El lugar de la imaginación que engranara los procesos mentales de su vida y la nuestra por el resto de los días, en las salas de clases transfiguradas, en los pueblos imprevisibles, en las ciudades desalmadas, en las universidades imprescindibles, y en los lugares más indeterminados de la tierra y de su pensamiento concreto. 
Pues, por ahí en sus cuentos perfuman sus páginas las flores silvestres, se entrecruzan las mariposas multicolores, los árboles de esos lugares diversos que cubren aquellos cielos, y el canto de las aguas, la brisa fresca, las lluvias sosegadas, el olor de la tierra mojada, la resaca de la hierba en las mañanas, los animales tranquilos, y los caminos sosegados siempre caminantes que rodearon sus sueños y sus cuentos. Pues a Jairo Antonio lo gobernaron los sueños y los cuentos. 
No se puede decir lo contrario, ni siquiera después de su muerte. 
Lo demás, fueron los días difíciles del internado en la Normal de Varones de Corozal. Aquel claustro que era algo así como una cárcel sin ventanas, visto con los ojos de hoy, pero al fin y al cabo una casa que le prodigó lo mejor en aquel momento de su vida en la plena infancia, que le ayudó al desarrollo de la memoria, a la lectura de los libros, a conocer la otra dimensión de los hombres, de las ciudades, la literatura y los amigos de la adolescencia siempre entrañables. 
Luego vinieron días menos apacibles, que se columpiaron entre Sahagún, Bogotá, Shangai y otras ciudades de Europa y USA, y otros pueblos dispersos en la geografía y la memoria. Y definitivamente la Bogotá de los años sesentas, hasta la misma ciudad de hoy, como se dice, la Bogotá del catorce de mayo del 2003, en que concretó sus pasos de manera definitiva. Nos parece sin embargo, que él seguirá creciendo en el espíritu de sus lectores y de sus discípulos amados. 
Jairo Mercado Romero, en fin, es un escritor de verdad verdad como dijera Ernesto Volkening. Él es eso, un escritor de verdad verdad, que jamás descansará en sus pasos, porque de manera increíble es ahora cuando empieza a caminar por el mundo, cada día, cada segundo, en cada latido. 
Terminará incrustándose en los recuerdos, en lo inefable de las horas y en los avatares del tiempo que nunca muere. Pues como dijera San Agustín en sus Confesiones, «el tiempo es el alma misma, la inmaterial sustancia de su ser». Hasta el punto en que el mismo Jairo estará ahora repitiendo aquellas palabras de aquel otro maestro que trató de meter el mar en un hueco de la playa para significar lo imposible de lo posible. 
Jairo estará diciendo, entonces, «En ti es, oh alma mía, en donde mido los tiempos». 
Lo que hace devolverme a aquel poema de la infancia que apareció en 1970, publicado con su ayuda en la Bogotá de ese entonces, con el cual cierro este último estadio de su infancia y de nuestros sueños.

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