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sábado, 11 de octubre de 2014

ELSA ERA ESCLAVA DE SUS DÍAS.

La Promiscua del Puerto
 Martha Lucía Lugo Villadiego*

Elsa era esclava de sus días. Vivía a la vuelta del estanco, en un cuartico de paredes carcomidas, sin retratos, ni calendarios; sin altares, ni efigies sacrosantas. Su posesión era una cama, un gato y un armario repleto de entrañables desengaños. Vendía hierbas y sahumerios para aliviar el reumatismo, la migraña, el mal de amores, despechos y quebrantos. 
Atendía bajo la sombra del caucho de un lote vecino donde cada mañana improvisaba su cambuche, lo llenaba de plantas aromáticas y de coloridos frasquitos de cristal, uno para cada mal. Los ofrecía a una creciente clientela satisfecha que daba fe de la eficacia de su don. 
Por las tardes sin embargo, se extraviaba por las sendas peligrosas de sus apetencias más profanas. Se alejaba con su galán de turno a saciar su procacidad y su impudicia y matar el aciago letargo de los días, esa rutina insoportable de los oficios repetidos, de sus clientes perpetuos, de Jacinto y sus achaques crónicos; para olvidarse de su entorno precario e impasible, para huir de la eterna y agónica pasividad del caserío, del hastío de su interminable medio día, de sus casuchas de palma, del mar dormido y de la estática playa de espejismos calcinada por el sol en la canícula. 
Por fortuna estaba el muelle, surcado siempre por una bandada de gaviotas y custodiado por cuatro pelícanos asiduos, por donde llegaban a tierra firme la mayoría de sus conquistas. 
De los camarotes de los viejos barcos, salían a la luz  unos magníficos ejemplares que los capitanes recogían en los puertos lejanos, para alardear de sus travesías por los confines del mundo o para enterarse de algunos estratégicos asuntos y como atraídos por su poderoso magnetismo, iban a parar inevitablemente a su cambuche. 
Elsa se adueñaba de ellos; aunque nunca se dejaba acompañar del mismo personaje por más de una semana, a menos claro, que poseyera una contundente habilidad creativa. No hacía selecciones depuradas, los escogía por instinto, por azar, por el color de su solapa o por el esplendor de sus lomos al sol. 
Evitaba distinciones de nacionalidad, edad o raza, no le importaba su afiliación política o religiosa, sólo le interesaban sus entrañas. Se dejaba conquistar por las primeras palabras, por los sensuales susurros y a la vera de cualquier camino solitario, bajo las sombras de las palmeras, al borde de los desolados maderos del muelle, tras el almendro del malecón o al vaivén de la hamaca abandonada en la troja del traspatio, se entregaba a los frenesíes contenidos en aquellos admirables viajeros del mundo. 
Embelesada de pasión y complacida por cada faena victoriosa, volvía de sus andanzas a su colorido laboratorio de ilusiones, donde al cerrar la página de su más reciente devaneo, se diagnosticaba la nostalgia. 
Se prescribía un calmante que la curaba del rescoldo funesto y testarudo del despecho, pero que además contenía un antídoto contra el olvido: Consistía en comer almendras durante nueve días; el primer día debía comenzar con seis, el segundo día con siete y así sucesivamente hasta llegar a quince, en el noveno día. 
El sagrado novenario a sus idilios extintos le permitía perpetuar en su memoria sus poéticas figuras, revivir sus fogosas peripecias, evocar sus ardorosas lenguas viperinas y absorber el portentoso esplendor de su prosapia. 
Aunque no los olvidaba y guardaba los vestigios en su armario de reliquias sempiternas, andaba siempre sola, sin dueño, por los parques, por las calles, por el muelle y por la playa, absorta en sus gloriosas conquistas, a la espera de un nuevo espécimen que infiltrar en su aposento, para absorber su esencia y escuchar de sus silencios, los alaridos del mundo. 
Pero por mucho que buscaba y encontraba, no lograba desprenderse de esa sensación de sujeción, de repetirse sin alcanzar la plenitud. Se sentía inmersa en un círculo vicioso de emancipaciones inconclusas, incapaz de traspasar los límites de su propia enajenación, le exasperaba su incapacidad de evolucionar, de transfigurarse y trascender. 
Ni una sobredosis de nueces tostadas, ni la mágica caléndula, ni ninguna pócima milagrosa lograba aliviarla de esa inquietud opresiva de permanente cautiverio. 
Todo cambió la tarde que murió Jacinto. Vino a buscarla el inspector de policía acompañado de la jauría de su parentela enardecida. La condujeron a empellones al juzgado y sin mediar palabra la acusaron de asesina porque encontraron al lado del difunto, una taza medio vacía de su inocua infusión de ortiga. 
Le gritaron «¡bruja!» «¡puta!»; la encarcelaron, desmantelaron su cuarto, destrozaron sus plantas, rompieron sus frasquitos de colores y sacaron de los armarios el tesoro que más valía: la colección de libros de sus héroes con los que se perdía cada tarde bajo la sombra de los cocoteros, a vislumbrar la truculencia de otros mundos. 
En una apoteósica conflagración ardieron sus maestros de la vida: Tolstoi, Cervantes, Kafka, Borges, Dostoievski, Sábato, Amado, Flaubert, Eco, Proust, Espinosa y García Márquez…Pombo, Silva. 
Seis meses han pasado y aún no conoce a su defensor público. Lejos de sus plantas y sahumerios, de su gato y de sus libros, no ha tenido tiempo de llorar. 
Entre susurros repite de memoria algunos párrafos perdidos y a veces incluso, los escribe en la pared. Al verla, una guardiana generosa le ha regalado un lápiz y un trozo de papel donde ha plasmado, comprimido en tres cuartillas, su historia personal y su más reciente motivo de agonía. 
Le ha inventado a su relato un destino más digno del que ella pudo haber tenido, lo llamó La Promiscua del Puerto y lo firmó, lo elevó a la altura de sus ojos y lo leyó a sus inspiradores  ilustres. 
Al terminar, una ráfaga de viento le arrebató el papiro. Bajo el cielo azul de enero lo vio volar a sotavento, elevarse sobre el patio desolado y traspasar la altísima alambrada de la barda hasta perderse en la salitrosa atmósfera del puerto. Elsa sonrió. Sintió por primera vez en su vida, tras los insondables muros de piedra, el sublime esplendor de la libertad.
*Martha Lucía Lugo Villadiego. Arquitecta y cuentista de Lorica, autora del Libro de cuentos Las Sinuosidades (2010). La Promiscua del Puerto, cuento tomado de Magazín del Caribe, agosto de 2014.
 
 
 
 
 

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