MARIO CHORAÓ Y EL DÍA EN QUE
MURIÓ EL FUTBOL
Por Juan V Gutiérrez Magallanes
«El fútbol la única religión sin ateos
GALEANO
Camina con pasos contados, es un hombre de una talla casi igual a la del «Negro Mama» de Marialabaja, una estatura de un metro con ochenta y cinco, un poco barbado y cabellos holotrico, que deja en pequeñas trenzas para incomodar a las señoras que ofrecen sus ungüentos de coco en las Playas de Marbella. Poco habla con los colindantes, pero siempre está atento a brindar su amabilidad, cuando algunos vecinos tocan a la puerta del pequeño apartamento de la esquina formando las calles de Rosada con San Celeste, allí vive desde hace diez años.
A pesar de sus setenta años, muestra un cuerpo libre de panículos adiposos, más bien se mantiene magro, donde se aprecian las huellas de un hombre que ha sabido orientar su fisiología muscular.
La vida le ha enseñado a ser comedido y a esperar las buenas oportunidades.
Porque ha sido golpeado por fracasos amorosos que lo han llevado a refugiarse en las canciones de sus cantantes preferidos: Roberto Carlos, Don Octavio Henrique de los Boleros, Nelson Ned, Miltinho y Aldemar.
Llegó a Cartagena como tripulante de un barco extranjero, de bandera brasileña, aquí en este puerto, Mario Choraó, por los amores de una mulata, se ancló con el pensamiento de la eternidad en no volver a su tierra, idea que no era igual a la de su compañera, quien siempre tenía en mente mirar la estatua de la Libertad desde un fregadero de platos de los Estados Unidos.
En la primera ocasión amarró sus deseos a las aventuras de un marinero de una flota norteamericana y enrumbó su suerte hacia la travesía y vaivenes de aquel hombre de mar. Mario quedó solo y simplificó su existencia a esta esquina, donde ahora los toquecitos de la mano de Rosa sobre la puerta, calman la nostalgia y el desconsuelo del hombre.
Los vecinos más cercanos y quienes transitaban por el frente, escuchaban la música, aquellos sones dejaban la sensación entre samba, bossa nova, boleros y jazz, pero de todos aquellos ritmos musicales, parecía que había uno en que se recreaba con mayor intensidad: la samba, a la cual dejaba sonar por más tiempo y con un volumen alto.
Algunas personas y en especial los muchachos de la cuadra que se reunían en la esquina y planeaban los partidos de «tapita» y fútbol callejero, lo identificaban como «Mario el brasilero», lo que no le incomodaba, pues tenía un miramiento de comprensión con los muchachos del barrio, dentro de los límites del respeto hacia los jóvenes.
Todo aquello parecía tener relación con su adolescencia, él había sido criado en una favela, donde la bola corría con la libertad del viento y el sigilo de unos pies descalzos.
Para la proximidad del Mundial de Fútbol, en Brasil, los muchachos de la cuadra le notaron cambios en su vestimenta y en la forma de tratar, sonreía con una esperanza albergada desde tiempos inmemoriales, alternaba las camisetas con imagenes de diferentes jugadores legendarios del Brasil: Pelé, Garrincha, Zico, Falcao el brasilero, Ronaldo, Rivaldo Romario.
Había mandado a pintar en la puerta del apartamento una copa gigante de la Jule Rimet y debajo se podía observar la figura de Obdulio Varela, el uruguayo autor de uno de los goles que originó «El Maracanazo».
Se inició el partido contra Alemania para definir al Campeón. La calle del barrio estaba sola, se podía ver el asomo de una mesa, el altar de fritos caracterizándose por tener las mejores empanadas de huevo, ante la mesa no había compradores, pero las manos de la señora Micaela no dejaban de manipular la masa. Era una percusión armoniosa que dejaba el disco de maíz en el ardiente aceite. El señor de la tienda de la esquina había contratado cien empanadas de huevo para la degustación de los espectadores del partido, la terraza de la tienda estaba convertida en la gradería del estadio, allí se fraguaría «el holocausto».
Estaban en uno de los grandes oficiatorios del fútbol brasilero: el estadio Mineirao. Así como las voces de los locutores brasileros se quedaban en el grito del silencio con los nombres de Muller, Kroos, Kherira y Schurrle, simultáneamente el rostro de Mario se contraía en una mueca de soledad y tristeza, hasta dejar rodar gruesas lágrimas de amargura y resentimiento, que se acentuaban cuando nombraba a sus viejos héroes del fútbol brasilero: Pelé, Vavá, Didí y Zagalo. Se lamentó en la frase cortada por el llanto:
—Pelé, mi Pelé, él, tesoro nacional.
Aquella mascarada de Mario Chorao, era deprimente, se arrancaba la camiseta y se enjugaba las lágrimas, era desgarrador escuchar el llanto del brasilero, en medio de su tristeza y compunción:
—Hoy lloro más que cuando murió mi madre—clamaba al cielo.
Nos fuimos y dejamos a Mario con la aflicción de su vida. La puerta de su apartamento no se volvió a abrir por espacio de varios meses. La señora Micaela, todo se lo daba a través de la ventana. La música no volvió y sólo quedó resonando en los tímpanos de sus oídos los goles de los alemanes, después supimos que se fue con María, la zamba de la esquina, estriptisera del último circo que llegó al barrio 20 de Julio
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