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martes, 1 de julio de 2014

JOSÉ RAMÓN MERCADO


«TODO LO QUE SE LLEVÓ Y DEJÓ BAJO EL CIELO DE OVEJAS»

Por Edison Martínez Ramírez*
El poeta como testigo del mundo
José Ramón Mercado, todavía sueña un tren con los colores de un bus de palo que entra a Ovejas, anunciando las doce del día, después de rodear el Cerro de Almagra; cargando con el correo de los obreros de Barrancas, los bultos de panela de hojas del Cauca, las cargas de bagre seco y arroz de Magangué y los driles de Antioquia.  
Lo ve despedirse para seguir pitando alegre y nostálgico entre el reguero de caneyes del Valle de Chengue hasta más allá de Chalán y Colosó, llevándose entre los bultos de tabaco en rama y ajonjolí a los estudiantes que vuelven a sus clases del Liceo Carmelo Percy de Corozal. Ve a los niños y a los burros detenidos en las orillas, mientras el tren se pierde entre las colinas como un chinchilín rugiente. Como ve todavía a su primo Julio César, desde aquella mañana, todas las mañanas, subiendo al cerro más alto de la Sierra de la Peña, acosado por las brisas de la gloria y ansioso de vientos propicios para su modelo de avión a escala de un bimotor Curtis-Douglas, desde el día en que el mismo Julio César Carazo, recibió por el correo, la última lección, el diploma y la placa bronceada de piloto civil expedida por la Escuela Superior de Aeronáutica de California, así como lo narra J.R.M. 
Dueño de su inabatible destino, José Ramón, ve a Julio César, como si fuera ayer, lanzarse por la ladera pedregosa y empinada, detenerse suspendido del pecho, los tres segundos exactos en que Julio César se mantuvo en el aire, suficientes para cumplir, él también, su destino como único espectador del primer hombre que voló en estas tierras, con unas alas de fique construidas por él mismo, según el cuento en donde J.R.M describe esta experiencia con el asombro de la infancia. 
La memoria de José Ramón, transcurre por los mismos caminos del eterno retorno a casa, las sendas del exilio por donde el pueblo se vuelve un cáliz  de recuerdos distantes, los caminos de los adioses y las esperas, donde la vida va dejando sus «témpanos en charcos de olvido».  
Cada palabra es un trofeo recuperado en la senda del peregrino, cada imagen es un aluvión de sueños que viene en el abrazo dulce del agua del tiempo, su metáfora esencial. 
Primero están las cosas contadas, como las nubes de las cabañuelas al empezar enero. Las hojas maduras flotando en la sombra espejeante de los campanos. Las historias que se quedaron penando en los rincones de La Estancia, escapando por las rendijas de las ventanas trancadas.  
Las historias felices de seres inmunes a la tristeza. El amor irreductible a la vida primera y a las esperanzas y a las esperanzas sin fórmula para morir. 
Aún persevera en su asombro el pajarero febril que se llevaba su mejor trampa al cine con la confianza de capturar a la primera calandria que escapara de la pantalla. 
Luego están los días llenos de fantasmas perdonados, nunca olvidados, en las páginas de sus «Perros de Presa». Las mañanas del pueblo con sus calles de panzas hinchadas, de perros y puercos baleados por un tiempo hediondo a gatillos ciegos. Sevicia de sonámbulos en una historia patria sólo derrotada por la contumacia  alada de los goleros, a salvo del estado de sitio en el mal ubicado paredón del cielo.  
Más profundo en la dermis de su universo, la fuerza telúrica deja paso, entre pliegues de señales y caricias, a la presencia efímera del amor eterno. Como poemas de ciruelas brotando bajas en el tronco nada dice que mañana puedan  estar﴿, la luz confiada que arde en la presencia, huye del recuerdo con la muerte. 
La madre entonces una lumbre imperdurable de ansiedad trasegando el paso de los días, tan indispensable como el aire, presente en el tejido de brazos que sostienen la carga temprana de los años. Un tazón de guisantes con su sazón inequívoca, es un florero que su amor coloca en el paladar de la tarde. 
El aroma del pepino biche en las rodajas que saltan de sus dedos, trazan el cotidiano sosiego de los huérfanos cuando la memoria vuela sobre la estela del tiempo ausente. 
José Ramón Mercado, es todo lo que se llevó y lo que dejó bajo el cielo de Ovejas, poco le ha tocado esculcar y recrear del resto del universo. Los libros sólo han sido el pretexto para rearmarse y reencontrarse viviendo desprevenido, sus múltiples vocaciones, cada una con su tono  definido de flagelación.     
El  resto, sólo es regresar. Cada vez como un «forastero de la propia tierra». Volver en un ritual de distancias donde las manos apenas se untan con un tiempo ajeno que traspone los sentimientos; encontrándose cada vez más en la soledad del espíritu poético. La desolación del  escritor que cada martes de infinitas semanas sigue repartiendo en cada casa de Ovejas, dosis letales de lágrimas y bajezas en cada fascículo de «EL DERECHO DE NACER», como un testimonio de su obra literaria.
Ovejas, octubre 18 de 1.993 
                                              

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